El gobierno de Estados Unidos acaba de anunciar que se retira del Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas con sede en Ginebra. Algunos de los lectores recordarán que dicho consejo, antes llamado Comisión de Derechos Humanos, es el que evalúa la situación de respeto o violación de los derechos humanos en todos los países miembros de la ONU, aunque el consejo está compuesto por un número equivalente a poco más de la cuarta parte de los integrantes de la organización en su conjunto. Estados Unidos prácticamente ha sido siempre miembro del consejo, pero no está obligado a serlo; cada país presenta su candidatura y es elegido o no.

Ante el nuevo escándalo de violación de derechos humanos por parte del gobierno de Estados Unidos, uno de los argumentos que se han utilizado, tanto en México como en otros países, ha sido la necesidad –justificada y correcta– de acudir a instancias internacionales para denunciar e impugnar la separación de los niños de sus familias encarceladas en penales federales en Estados Unidos. En vista de la salida de Washington del Consejo de la ONU, parece un poco artificial y fútil la noción de acudir a estas instancias. Sobre todo, si es un pretexto para no tratar de infligirle un costo bilateral a Estados Unidos en la relación con México, por este comportamiento.

El asunto es sencillo. Hasta donde entiendo, a partir de principios de abril, el gobierno de Trump empezó a aplicar una política llamada de “cero tolerancia” frente a lo que ellos llaman la migración ilegal. Entre otros asuntos, dicha política de “cero tolerancia” considera que el ingreso sin documentos a Estados Unidos es un delito mayor –felony– y ya no un delito menor –misdemeanour– y, por lo tanto, quienes lo cometen deben ser encarcelados en un penal federal, en lugar de ser enviados a un centro de detención de las autoridades migratorias mientras se resuelve si quieren pelear su caso o aceptan la llamada “deportación expedita”.

Al ser enviados a un reclusorio federal, acusados de violar una ley federal, en automático, menores de edad que los acompañan no tienen el derecho de ser recluidos como ellos, y deben ser enviados a otros centros de detención mientras son colocados con familias en Estados Unidos. Tampoco pueden ser deportados, a menos que sean mexicanos o canadienses, de tal suerte que, en el sentido estricto, el gobierno de Trump, al determinar que la entrada a Estados Unidos sin papeles es un delito mayor y federal, está aplicando la ley. Lo condenable es que dicha aplicación es discrecional y no imperativa, como lo demuestra el hecho de que tanto la administración Bush –republicana– como la de Obama –demócrata– no aplicaron la ley de esa manera. Se trata de una política, y no de la aplicación de la ley.

El dilema para México es evidente. No porque se trate en una gran mayoría de niños mexicanos separados de padres y madres mexicanos, aunque esa cifra puede aumentar, sino porque las consecuencias en materia de imagen, de deportación y de presión de Estados Unidos son casi inimaginables. En julio de 2014, el gobierno de Obama ejerció una presión brutal sobre el de Peña Nieto para pedir que México se ocupara de hacer el trabajo sucio en la frontera sur, cosa que hicimos, a cambio de nada. De ese modo, Obama evitó, de panzazo, una crisis de imagen, y en su caso electoral, como la que está padeciendo Trump hoy.

Obama fue mucho más sensible, y Peña más anuente, ante una petición de un presidente norteamericano al final del día amigo de México. Hoy un quid pro quo sin quo de esta naturaleza es imposible. Lo que no se entiende es cómo el gobierno de México hasta hace muy pocas semanas estuvo negociando, como aquí se comentó el 21 de mayo, un acuerdo de país tercero seguro, donde se aceptaba que los solicitantes de asilo a Estados Unidos desde territorio mexicano se vieran obligados a solo solicitar dicho asilo a las autoridades mexicanas y no pudieran hacerlo a las norteamericanas. Decíamos entonces ¿país seguro para quién? ¿Para los hondureños en San Fernando, Tamaulipas?, por ejemplo. ¿Adónde los quieren mandar a vivir? ¿A Chiapas, a Guerrero, a Tamaulipas de nuevo, a Tijuana? ¿Ese es un país seguro?

En cuanto a que esta opinión encierra o no un conflicto de interés, como lo afirmó el secretario Videgaray con Pepe Cárdenas, me parece que es una alegre e inútil manera de distraer la atención. Sí estaba negociando Relaciones Exteriores un acuerdo de país tercero seguro con Estados Unidos, y sí era una vergüenza hacerlo. Que lo diga yo como coordinador de la campaña de Ricardo Anaya o como cualquier otra persona, da exactamente lo mismo. El tema es si es cierto o no lo es.


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