I

Fernando no debió ser detenido. Fernando no debió ser torturado. Fernando no debió morir.

Como cada venezolano que tenga el corazón bien puesto, estoy pensado en Juan, en Leopoldo, en cada uno de los presos políticos. Estoy pensando en los que lograron salir, en los que se fueron. Todos ellos tienen heridas abiertas. Toda su sangre derramada en cada golpe es mi sangre. Sus moretones son mis moretones. Sus horas insomnes son mis horas insomnes.

Es un sufrimiento que ellos llevan cada segundo de cada día y es mi sufrimiento. Son cientos de venezolanos que no tienen culpa de nada y, sin embargo, son castigados. Es la venganza más terrible, pero no me sorprenden las acciones de su verdugo.

No abrigo dudas sobre lo que le pasó a Fernando. Pero tengo derecho de saber. También tengo derecho a que se me informen las condiciones de cada uno de los opositores que están tras las rejas, porque son sangre de mi sangre.

Pero el verdugo aprovecha para torturarme a mí también para aplastar mi esperanza, para aterrorizarme, para quitarme el sueño. Además de verdugo, es terrorista.

II

No tengo nombre para cada enfermo que siente que la vida se le va por falta de medicamentos. No tengo nombre para cada pacientico del Hospital de Niños que se quedó sin fármacos. Pero soy cada uno de ellos. Más aún, cada uno es Fernando, con la diferencia de que van muriendo lentamente.

No hablemos de casos graves, hablemos de casos crónicos, como yo misma. ¿Alguien se ha puesto a pensar en que la esperanza de vida de cada hipertenso en este país disminuye con los días? Yo sí lo he pensado, porque lo padezco. A veces no consigo la medicación, a veces no tengo dinero para comprarla. Es como si cada uno de los enfermos tuviera firmada una sentencia: te dejaremos caer del décimo piso del edificio de Sebin el día menos pensado.

Todos los enfermos, grandes o chicos, graves o crónicos, somos Fernando. Y tenemos el mismo verdugo.

III

No sé cómo se llama la niñita que se desmayó en el salón de clases y que al volver en sí le confesó a la maestra que no había comido desde el día anterior al mediodía. No conozco el nombre del muchacho que antes de irse al trabajo escarba en las bolsas de basura de su vecindario para ver si consigue algo que llevarse a la boca. Pero digamos que se llaman Fernando.

También se llama Fernando la señora que al acercarse a la caja del supermercado va sacando cuentas para ver si puede pagar la bandejita de queso. No solo cuenta mentalmente su dinero sino que trata de distribuir entre sus hijos las cinco rebanadas del bien tan preciado.

Cada venezolano que pasa hambre es víctima del mismo verdugo que mató a Fernando, el mismo que tortura a Juan, el mismo que le quita el tratamiento a los niños del J. M. de los Ríos.

Todos tenemos una sentencia firmada. El verdugo pretende que subamos con los ojos vendados al piso 10 de la torre del Sebin.

¿Cuándo nos quitaremos la venda para torcer el camino y acabar con el verdugo?


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