Más allá de toda ideología, un profundo respeto recíproco marcó las relaciones de Salvador Allende, desde mucho antes de su acceso al poder, con las Fuerzas Armadas de su país. Sabía, y lo supo con espanto y dolor cuando llegaba al fin de sus días, que constituían un muro infranqueable a toda política que transgrediera los principios constitucionales y la estabilidad del sistema de dominación tradicional, de los que eran y continúan siendo, en última instancia, los garantes. Como todo chileno, además de admiración, las fuerzas armadas despertaban en él un inconmovible respeto. Algo sacrílego las rodea de una distancia insuperable. Inmutables e inconmovibles en su universo, la civilidad mantiene una prudente distancia frente a quienes son los máximos guardianes del orden y los custodios de la integridad nacional. Pues las fuerzas armadas son la esencia misma de la chilenidad. Sin ellas, no existe el Estado nacional.

Fui criado desde mi niñez en el cultivo de esa admiración y ese respeto. Promovidos conscientemente desde el primer día de escolaridad. Y reafirmados con las dos celebraciones nacionales más importantes de nuestra tradición nacional: el recuerdo de la Guerra del Pacífico y las honras al sacrificio del capitán de navío Arturo Prat, caído en la batalla naval de Iquique, entre Chile y Perú, celebrado cada 21 de mayo, día de nuestras glorias navales, y las fiestas de la Independencia, en honor al padre de la Patria, don Bernardo O’Higgins. Celebradas cada 18 de septiembre. Imposible olvidar el impacto y la emoción con que en Chile se viven ambos recordatorios. Las fiestas patrias están imborrablemente vinculadas en mi memoria a los rituales imprescriptibles con los que se las conmemoraba en las barriadas populares, como aquella en la que nací, crecí y me eduqué: pintar la fachada de nuestras viviendas y vestirnos con un vestuario nuevo de pies a cabeza ante cada 18 de septiembre. Es el renacimiento del sagrado compromiso colectivo establecido entre la sociedad chilena y sus fuerzas armadas.

Tan profundamente establecida en la idiosincrasia nacional están ese compromiso, esa admiración y ese respeto que así suene extraño, incluso incomprensible y contradictorio, en tiempos del exilio causado por la dictadura de esas mismas fuerzas armadas, los desterrados solíamos seguir por televisión desde la ciudad extranjera en donde nos encontráramos los aparatosos y espectaculares desfiles de las tropas de las tres armas en recogido silencio. Continuábamos sintiendo el mismo respeto por nuestras fuerzas armadas, de cuya dictadura éramos las víctimas propiciatorias.

Jamás, y es importante recordarlo desde esta grave crisis de identidad que nos aqueja a los venezolanos, profundamente quebrantadas y alienadas las relaciones entre lo civil y lo militar, los chilenos de cualquiera de los bandos en guerra perdieron el respeto por sus fuerzas armadas. Ni ellas su integridad, el respeto y el acatamiento a la tradición política republicana, suspendida durante dos décadas en razón del grave quebranto iniciado por uno de sus sectores –Allende y el castrocomunismo– con el intento de subvertir el orden constitucional, liquidar las tradiciones institucionales y refundar la República sobre bases profundamente antinacionales y extrañas a la idiosincrasia chilena. No fue el golpe militar el que precedió, provocó y precipitó, agravándola, la crisis política, como en Venezuela, ni fueron los militares los que hundieron al país en la más grave crisis de su historia, como es nuestro caso. Fue la izquierda política la que quebrantó el orden institucional y provocó el golpe militar. Y fueron, precisamente, las fuerzas armadas las que reconstruyeron el dañado tejido nacional. De allí el golpe de Estado, la dictadura, la transición y el retorno a la plena institucionalidad y vigencia del Estado de Derecho. De allí, asimismo, la absoluta imposibilidad de cualquier comparación entre ambos procesos.

Al cabo de los mismos dieciocho años que han visto precipitarse la absoluta descomposición de las fuerzas armadas venezolanas provocada con inquina, saña y alevosía por las tropas invasoras cubanas con el fin último de descomponer y devastar a Venezuela degradándola hasta convertirla en un criadero de mafias y pandillas sin Dios ni ley, en esos mismos dieciocho años los ejércitos chilenos reconstruyeron su país y lo pusieron a la cabeza del desarrollo, el progreso y la prosperidad de la región.

¿A qué buscarle más patas al gato? ¿A qué insistir en “quebrar” la voluntad de los principales responsables de esta tragedia? ¿A qué confiar en el retiro noble y responsable de unos facinerosos corruptos y antipatrióticos? Tengamos el coraje de ver nuestra tragedia de frente y no sigamos alimentando absurdas utopías. Sin el auxilio de los gobiernos más responsables de nuestro vecindario y sin un levantamiento popular que insurja en su respaldo, la fenecida democracia venezolana jamás renacerá. Es la verdad, así nos duela.


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