EL TIEMPO. BOGOTÁ. GDA

Hablar de la crisis de la democracia es lugar común. ¿Cuándo no lo ha estado? ¿Gozaba acaso mejor estado de salud hace dos décadas?

Interrogantes similares abundan. Sin embargo, eventos como la elección de Trump en Estados Unidos y el brexit británico han provocado reflexiones sobre el tema. Son los motivos principales del libro Democracy and its Crisis (2017), del filósofo A. C. Grayling, rector del New College of the Humanities, de Londres.

Según Grayling, tales eventos “sugieren que algo anda seriamente mal con el estado de la democracia”. Por ello es urgente, nos advierte, volver a reclamar la democracia para que no perezca.

Grayling se remonta a la Antigüedad, comenzando con Platón, de quien se sirve para identificar el dilema de la democracia. Platón observó dos peligros. El primero: la captura del gobierno por los menos capaces, que conduciría a la ley de la turba, a la anarquía, y a la tiranía. El segundo: su captura por unos pocos (oligarquía), por medio de la demagogia o la manipulación.

De ambos se desprende un “dilema” eterno: “Cómo garantizar el consentimiento de las mayorías para legitimar el gobierno y asegurar al tiempo que el gobierno sea estable, efectivo y para todos”.

Grayling reconoce expresiones de sentimientos populares, asociados con lo que conocemos como democracia, en otras regiones de la Antigüedad, Egipto o China: “Las raíces de lo que eventualmente dio lugar a las formas democráticas en algunos lugares son longevas y profundas en todas partes”.

No obstante, su examen se centra en la llamada “democracia occidental”, y más específicamente en Gran Bretaña y Estados Unidos.

Para Grayling, los peligros identificados por Platón son “genuinos”, así no estemos de acuerdo con sus remedios (el gobierno de los más sabios). Grayling ofrece un repaso selectivo de la “historia del dilema” –con Aristóteles, Maquiavelo, o algunos eventos claves en Inglaterra.

Pero los “comienzos de la solución” del problema solo habrían tenido lugar con Locke, cuyo principio del “consentimiento popular” desplazó a Dios como fuente de autoridad, que dejó en manos del Parlamento. Locke, sin embargo, no utilizó la palabra “democracia”, que siguió siendo una expresión generalmente peyorativa hasta bien entrado el siglo XVIII.

Otros pioneros fueron Montesquieu y Rousseau. Seguirían propuestas más concretas, como las de Madison y Constant, Tocqueville y Mill. No todas abiertamente democráticas. En efecto, los “padres fundadores” en Estados Unidos siguieron sospechando de la democracia. Mill apoyó el sufragio femenino, pero no el sufragio universal (en parte, por alguno de los peligros identificados por Platón).

El recetario histórico de las soluciones prácticas es bien conocido: una serie de instituciones mediadoras, como las elecciones y el gobierno representativo, o defensivas, como la división de poderes. La democracia representativa y liberal ofrece aún para Grayling la mejor respuesta al problema, frente a otras alternativas.

Pero las fórmulas propuestas no están funcionando hoy. Los sistemas electorales en Estados Unidos y Gran Bretaña son deficientes y poco “representativos”. La división de poderes es disfuncional en uno e inexistente en el otro. En uno y otro, el poder del dinero hace imposible la competencia por el poder en condiciones de igualdad. No hay transparencia. Todo se complica con la revolución tecnológica.

Grayling acierta en el diagnóstico, pero hay que pensar más en sus remedios. Quizá sea necesario mirar más allá de las fronteras del mundo anglosajón. O quizá haya que aceptar algo más básico: que la democracia exige vivir en permanente revisión.


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