Alex Gladstein, director de Estrategia de Human Rights Foundation y vicepresidente de Estrategia del Freedom Forum de Oslo, tiene un punto interesante de conocer: sostiene que los autócratas aman las estadísticas de desarrollo, porque les permiten ganar puntos en la arena internacional.

Un ejemplo que lo sustenta lo tenemos en aquella sesión plenaria de la asamblea 47 de la OEA, a finales de junio de 2017, en el intercambio verbal entre el representante de Honduras y la representante de Venezuela. Delcy Rodríguez desbarató el argumento de Honduras citando el Índice de Desarrollo Humano 2016 de las Naciones Unidas, que coloca a Venezuela 59 puestos más arriba que Honduras. Represión o no represión, “Venezuela no muestra estadísticas tan aterradoras”, dijo. Tal respuesta se volvió viral en las redes sociales de habla hispana. Con tales cifras, Delcy Rodríguez dejó en la lona al representante de Honduras.

La clave del evidente “nocaut” fue que Delcy Rodríguez utilizó los datos de organismos internacionales confiables, pero que son suministrados por el mismo régimen. Y es que, desde Costa de Marfil hasta Corea del Norte, pasando por Venezuela, los datos que “prueban” que un régimen autoritario lo está haciendo bien a menudo son producidos y suministrados por ese mismo régimen.

Un puñado de organizaciones impulsa la industria mundial de recopilación de estadísticas, incluido el Banco Mundial, las Naciones Unidas y el Foro Económico Mundial. Cada una de estas organizaciones realiza encuestas socioeconómicas a gran escala, en las que sus investigadores desean incluir tantos países como sea posible. Sin embargo, una abrumadora cantidad de naciones están gobernadas por regímenes autoritarios que típicamente impiden que investigadores imparciales pasen dentro de sus fronteras. Al respecto, por ejemplo, ver el Índice de Democracia 2018, de la Unidad de Inteligencia de The Economist, que incluye 165 países con más de 50 calificados de autocracias.

Una vez que los datos producidos por el régimen se convierten en índices confiables en virtud del endoso por tales organizaciones, los autócratas y sus partidarios usan tales cifras para su propaganda, lo cual obstaculiza los esfuerzos para promover los derechos humanos.

Cuando Nicolás Maduro justificó su represión contra los manifestantes disidentes –y violó sus derechos humanos– en un artículo de opinión en The New York Times (“Venezuela: a call for peace”, primero de abril de 2014) citó los siguientes datos: “Según las Naciones Unidas, Venezuela ha reducido sistemáticamente la desigualdad: ahora tiene la desigualdad de ingresos más baja de la región. Hemos reducido enormemente la pobreza: a 25,4% en 2012, según los datos del Banco Mundial, de 49% en 1998; en el mismo período, según las estadísticas del gobierno, la pobreza extrema disminuyó a 6% desde 21%”. Ahora, adivinen amigos lectores, ¿quién suministró tales cifras a los asépticos técnicos de las Naciones Unidas y del Banco Mundial?

Argumenta Gladstein que, cuando se utilizan en universidades e instituciones de investigación, los conjuntos de datos socioeconómicos guían nuestra comprensión fundamental del mundo. Cuando los utilizan los formuladores de políticas, los filántropos y los banqueros, dirigen miles de millones de dólares en ayuda e inversión. A menudo, la razón por la que los datos de los dictadores no se cuestionan es que muchos economistas, financieros, diplomáticos y donantes dependen de los mismos para hacer su trabajo.

El caso es que se impone una revisión escrupulosa de las cifras que endosan los organismos internacionales y que son contradichas por la realidad reflejada en las violaciones de los derechos humanos exhibidas hasta el hartazgo por los medios de comunicación locales y las redes sociales globales.

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