Hay en el ambiente “culto” venezolano –ese ecosistema de academia, intelectualidad y miradas sobre el hombro a los que somos simples ciudadanos– una variedad de invalidez que no deja de asombrar. ¿Qué virus, o bacteria, se ha adueñado de manera irreversible de sus dotes analíticas y racionales? ¿O tal vez no es más que una demostración de arrogancia que les impide reconocer su visión fallida?

Hay una cierta hermenéutica nacida en la utopía izquierdista, siempre perdida en sus laberintos existenciales, en los cuales ha introducido, por lo visto de manera irremediable, a la academia y la barbarie, a tirios y troyanos, a rojos y mudecos, a los hunos y a los romanos. Lo mismo veo sorbemocos y fariseos, desmelenados en su fanatismo fervoroso cual doñas alebrestadas por Menudo, que a honorables sabihondos de toga y birrete tragando con fruición ruedas de molino.

Una horda de seres, de todo pelaje y plumaje, marchan al son de la flauta que soplan Borges y Ramos. ¡Ay de quienes osemos manifestar alguna opinión contraria! Su respuesta es la típica de aquellos “sobacos ilustrados” –siempre portaban un libro bajo el brazo y nunca veías que lo ojearan siquiera– que en los setenta llenaban los pasillos de las universidades venezolanas, cuando a alguien se le ocurría asomar alguna crítica a la revolución cubana. El más barato de los epítetos era –y es– colaboracionista…

En estos días lamento la distancia geográfica que me impide sentarme a oír a un querido amigo de entonces. Tal vez insistiría en soñar. Lo recuerdo ahora a las puertas del Colegio Nacional de Periodistas convenciéndome de la necesidad de apoyar la candidatura de CAP en 1988. “Compañerito, con el gocho van a venir cambios trascendentales, no se deje llevar por el mero aparentar, hay un montón de gente, ¡no te imaginas!, que van a acompañarlo en su gestión”. Al primero que me mencionó fue a “Cáscara”, nombre con el que conocíamos en mentideros universitarios a Fernando Martínez Mottola. Doce años más tarde lo recuerdo mientras caminábamos por la plaza Brión de Chacaíto tratando inútilmente de convencerme de la “impostergable necesidad” de darle apoyo a Chávez.

Esa misma descolocación es la que me tocó vivir en julio de 2007. Aquella vez un poeta y profesor del núcleo Trujillo de la ULA, con su característico ceceo, disertaba frente a un grupo de sus colegas, así como una docente de la Universidad Nacional Autónoma de México. La invitada habló de algunas cosas que veía poco claras en el “proceso” de Chávez. El ilustre pontificó, sin siquiera parpadear, que todas las señales que desde diferentes partes se daban contra los disparates del comandante eterno eran producto de una “guerra mediática”. Por supuesto que no me callé. Como tampoco me voy a callar ahora ante los desbarres de una dirigencia patuleca que se empeña en entregarnos al enemigo, y exige que lo celebremos.

© Alfredo Cedeño

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