Quizá el elemento más abultado y por ello el que más recibe atención cuando se cuestiona al proceso de paz que está en marcha en Colombia es el derecho automático a la presencia guerrillera en el Congreso Nacional. Cuesta creer que criminales de la talla de la alta dirigencia de las FARC gocen hoy del legítimo derecho de deliberar dentro del Parlamento en Colombia y de legislar, máxime cuando el porcentaje de votos populares alcanzado por la facción guerrilla apenas si rozó 0,8% del sufragio. Pero así es como es: 10 escaños en el Congreso.

Los negociadores y los facilitadores internacionales accedieron a otorgarles a los facinerosos delincuentes de las FARC el derecho de participar en política de esta y de otras formas.

Este hecho flagrante es fácil de entender de todos los observadores, colombianos y no colombianos, y por ello se critica por doquier.  Pero hay peor. En la medida en que el tiempo pasa y comienzan a saltar los conejos del sombrero la paz de Santos uno se da cuenta de que hay que prestarle tanta o más atención a la instauración de un régimen legal especial,  un esquema de justicia temporal o “transicional” para ser aplicado a los asesinos, violadores y narcotraficantes guerrilleros, quienes, de otra manera, no tendrían vida suficiente para pagar los años de prisión que en justicia les corresponden por los delitos cometidos, o estarían esperando el fin de sus días en las cárceles estadounidenses por los procesos de captura y extradición iniciados desde ese país.

Usemos un ejemplo para entender el exabrupto instaurado con este régimen de JEP (Jurisdicción Especial para la Paz ). El primer conejo que ha saltado es el caso de Santrich. El individuo capturado y preso, por iniciativa de la DEA, por participar en una enorme operación de narcotráfico internacional, hasta hace meses era un temible y cruento guerrillero, más recientemente negociador del Acuerdo de Paz por la cúpula insurgente y, desde hace pocas semanas congresante designado dentro del cupo de las FARC a raíz de las elecciones parlamentarias. Pero veamos su caso más de cerca: si su delito por el transporte de 10 toneladas de cocaína de Colombia fue perpetrado antes del 1º de diciembre de 2016 le corresponde ser juzgado dentro de los parámetros de la JEP, es decir, perdonado. Si fueron cometidos después, recae sobre el narcotraficante el peso total de la Ley Colombia y puede ponerse en marcha un proceso de extradición pedido por Estados Unidos.

Mirar desde la distancia este hecho le hace a uno entender mejor el tamaño del engendro fraguado por los cerebros negociadores en La Habana, gobierno, guerrilla y facilitadores internacionales incluidos. Este señor no era Pedro Pérez. Por ello ejemplifica tan bien este caso. Era uno de los cabecillas que comprometió a su grupo y a sí mismo a dejar el delito y entregar las armas para obtener prebendas como la JEP. ¿No les resultaba predecible a los genios sentados en la mesa de La Habana que el enriquecimiento fácil proveniente del delito no es renunciable? ¿Era preciso armar un tinglado legal lleno de premios para los incursos en crímenes horrendos? Tengamos presentes que este negociador de la paz y de la impunidad propia y de su grupo mantenía relaciones nada menos que con el poderoso Cartel de Sinaloa. Es decir, pagaba y se daba el vuelto: mientras preparaba sus fechorías futuras se entretenía hipócritamente en proponer soluciones al drama colombiano del narcotráfico sentado en la mesa que tenía la responsabilidad histórica de armar la paz de un país carcomido por la violencia.

Se dice fácilmente que la historia juzga los eventos que la componen. Este proceso de paz ha sido el oprobio de un país que no merece tal castigo. Quienes lo armaron tienen que dar cuenta a Colombia por haber permitido que casos como este se fraguaran en sus narices. Mucho más sabio fue el 51% del pueblo colombiano que en un referéndum le dijo NO a este espantoso engendro. 


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