En diciembre de este año se cumplen dos décadas de la discusión sobre la naturaleza del régimen que fundó Hugo Chávez. ¿Autoritarismo electoral, régimen híbrido, dictadura, oclocracia, totalitarismo? A medida que ha transcurrido el tiempo, las acciones de su gobierno y el de sus herederos han demostrado su indetenible personalismo político. Este hecho, según unos cuantos, es la prueba de un mal arraigado firmemente en nuestra cultura política, por lo que consideran que mejor es ¡huir! Pero toda “enfermedad”, mal hábito o conducta reiterada tiene cura. No estamos condenados. Aunque debemos conocer la naturaleza e historia de lo que nos trajo hasta acá, y de esa manera desandar lo que nos impide vivir con dignidad. ¿Dónde están nuestros antecedentes autoritarios? Trataremos seguidamente de dar algunas respuestas.

Nuestra perspectiva para analizar el problema sigue los pasos de la historiadora Graciela Soriano de García-Pelayo, la cual ha dedicado grandes esfuerzos al estudio del personalismo político en Hispanoamérica. El fenómeno del personalismo explica las diversas formas de autoritarismo que hemos padecido en el continente, el cual nace de la debilidad institucional (desinstitucionalización y reinstitucionalización) generada por el “desarrollo discrónico” (coexistencia en un mismo tiempo de diferentes niveles de desarrollo político) de nuestras sociedades. ¿Qué es el personalismo? Es cuando la autoridad impone su voluntad personal por encima de las instituciones. Es evidente que siempre se trasladan rasgos personales en el ejercicio del mando, y especialmente cuando se viven momentos fundacionales, pero no es lo que debe prevalecer porque, de ser así, la inestabilidad y el abuso del poder sería lo dominante.

Algunos autores señalan que el cacicazgo en nuestros pueblos indígenas sería el primer antecedente, aunque es algo absurdo debido a que esta forma de autoridad sería lo normal en las sociedades seminómadas donde los vínculos biológicos prevalecen por encima de los culturales. Los historiadores positivistas, en cambio, identifican al conquistador español como el primero de todos. Pedro Manuel Arcaya (1874-1958) afirmará que el medio y el mestizaje fueron debilitando sus hábitos de legalidad, y favoreciendo el poder personalista. Sin duda, hay un claro parecido con el señor feudal, aunque la monarquía se encargará de evitar ennoblecer a los descendientes de los conquistadores. De manera que no pudieron convertirse en una aristocracia legalmente, pero lo fueron de algún modo, y el historiador Robert L. Gilmore llegará a hablar de un “personalismo oligárquico” por parte de los mantuanos. Otro aspecto personalista, aunque en esto existen sus críticas en contra, es la implantación del dominio de una monarquía tradicionalista y con intenciones absolutistas. 300 años no pueden haber pasado en vano. El historiador Germán Carrera Damas habla de las formas que se “desprenden del cadáver en descomposición que es la monarquía”.

La mayor parte de los historiadores ven en el caudillo (protagonista de nuestro siglo XIX) la principal semilla. El hombre de armas se vinculará fuertemente con las masas más humildes en una relación paternalista y clientelar. La violencia será el medio para el ejercicio de la política, y en medio de esa anarquía será imposible la consolidación de las instituciones. El personalismo se impondrá y paradójicamente será este el que lleve a cabo finalmente, a principios del siglo XX, la construcción del Estado. La tesis del “gendarme necesario” se convertirá en mito al igual que la relación de la dictadura con la construcción de obras, por lo que desde ese entonces cada vez que surgen las crisis tendemos a anhelar su intervención salvadora. Aunque, posiblemente, el rotundo fracaso del último militar que nos mandó y el actual dominio de la Fuerza Armada nos ha ido ayudando a superar dicho mito.

El personalismo lamentablemente no es monopolio exclusivo de los caudillos y militares, de manera que se ha expresado también en los civiles, especialmente dentro de los partidos políticos entre los cuales han prevalecido los personalistas por encima de los doctrinarios. Por no hablar de las pocas instituciones que funcionan sin el peso dominante de las autoridades. Esas que poseen una gran conciencia institucional (Iglesia, muchas empresas e instituciones educativas, etc.) deben ser motivo de estudio exhaustivo para ofrecer su ejemplo a toda nuestra sociedad.

La breve revisión de los antecedentes de nuestro apego por los mandones no debe llevarnos a pesimismos. Porque, a pesar de su predominio, ha tenido que convivir con una cultura civilista, institucional y democrática. Es dicha cultura, la cual tiene en los 40 años de democracia puntofijista (1958-98) su mejor expresión, la que ha evitado que este país termine de desaparecer en el mar caótico del chavismo-madurismo.


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