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El gran escritor y embajador Alfonso Reyes en uniforme diplomático

“El respeto a la patria va acompañado de ese sentimiento que todos llevamos en nuestros corazones y se llama patriotismo: amor a nuestro país, deseo de mejorarlo, confianza en sus futuros destinos”. Alfonso Reyes.

Influjos sustanciales me apartan hoy de los temas que trato en mis crónicas desde hace más de una década. En ellas hablo poco de asuntos políticos. Alimento mis escritos con otros enfoques. Lo explico sin alarde; además de mi desempeño, desde hace casi 45 años en el Servicio Exterior mexicano, incursiono en el mundo de la literatura; y estas disciplinas son el meollo de un texto que tiene el propósito de expresar alborozo por la expectación de cambio que manifestamos millones de mexicanos al votar por un presidente de la República que representa una evolución no conservadora en la impronta democrática de nuestra vida política, y una ESPERANZA, con mayúsculas –en cuerpo, mente y alma de tantísimos mexicanos–.

No hablaré de la percepción de una nueva política hacia el exterior, no me corresponde. Además, los diplomáticos de “carrera” somos como una milicia discreta, guardianes del entendimiento a través de la negociación. Nuestra formación la signa el apego a la institucionalidad y la observancia de principios que enmarcan la defensa de nuestra soberanía y de los más altos intereses de la nación en el mundo, principios estos que ahora reciben un renovado impulso vigoroso, que a mí y muchos colegas preocupados por un sesgo supuestamente pragmático de otros tiempos, nos animan.

Con la perspectiva de haber examinado los sistemas de gobierno más ajenos, observo con optimismo que los afanes y propuestas de gran calado de nuestra “cuarta transformación” conllevan elementos realistas que germinarán con la semilla de un pasado inspirado en gestas históricas fundacionales, impulsando un pensamiento de espíritu social decisivamente progresista. No lo olvidemos, al pasado de México lo destacan gestas fundacionales como las de una cultura mesoamericana prodigiosa; sede del virreinato más destacado de la Nueva España; cuna de una independencia de valores enciclopedistas; ejemplo de afirmación nacional contra invasiones varias, y lección liberal contra los oscurantismos, con las leyes de Reforma de Juárez. Además se gestó un movimiento revolucionario, el primero del siglo, sin contaminación comunista.

Nuestra transformación más importante en el siglo XX tiene como ideas precursoras otras muy diversas a la soviética. Y ya más entrados en el siglo anterior, la defensa a ultranza de soberanías de Europa y África, la denuncia de la traición franquista y la política de refugio a los republicanos, junto a la afirmación nacional de la expropiación petrolera, dan un cariz de profundo humanismo diplomático a la defensa de derechos fundamentales de gente y de pueblos.

Arribé a lo que considero un oficio más que una profesión de la mano de una vocación literaria. La pléyade de figuras, de José Gorostiza a don Jaime Torres Bodet, pasando por Octavio Paz, Carlos Fuentes y Fernando del Paso, son el acicate de una disciplina singular en el mundo; ninguna otra tradición diplomática ha contado con tantos ilustres pensadores, a la par de notables internacionalistas de la talla de García Robles, Rafael de la Colina o Padilla Nervo.

Me ha tocado, en un prodigioso “destino” diplomático, servir a México en 15 países de 4 continentes (incluyendo misiones concurrentes, claro). He tomado más que el pulso a sociedades que han vivido cambios trascendentes y convulsiones sociales. Tuve la fortuna de aproximarme a líderes de la talla de Sadat, Tancredo Neves, Andreotti, Rao, y del infortunado rey Birendra del Nepal, entre otros emblemáticos estadistas. En la vertiente académica, de promoción cultural, sustenté seminarios de cultura mexicana en una de las universidades más antiguas del mundo, Al-Azhar en El Cairo y en tres más de Centro y Suramérica. De El Salvador guardo la sensible memoria de haber tratado a los jesuitas masacrados en 1989, especialmente a los padres Ellacuría, Martín-Baró y Montes. Interactué allí también con el ahora santo monseñor Romero.

Abundo en datos personales por la feliz circunstancia que me ha dado el privilegio de convivir en pueblos entrañables con actores fundamentales de su vida sociopolítica, empresarial, artística, intelectual. Una de mis relaciones más memorables y próxima fue con el Nobel Derek Walcott; pero no menos significativo fue contar con la cercanía de Nélida Piñón, Lygia Fagundes Téllez, Darcy Ribeiro, Helio Jaguaribe, Oscar Niemeyer, en Río de Janeiro; Satish Gujral en la India; Germán Arciniegas y García Márquez en Colombia; o Manolo Vázquez Montalbán y Carmen Balcells en Barcelona. Ellas y ellos tendieron sus manos amigas hacia mí, pero más hacia México.

No busco ufanarme con trasnochado orgullo pueril; cuento pormenores para expresar el honor de pertenecer a la diplomacia de un país con una fuerte tradición reconocida en el mundo. Lo digo con frecuencia y ya es lugar común: los diplomáticos mexicanos tenemos las puertas abiertas; y sabemos aprovechar el impulso que representa provenir de una de las más destacadas civilizaciones. Ello nos brinda “simpatías y diferencias”, como diría el gran embajador que fue don Alfonso Reyes, para ahondar constructivamente en nuestras tareas. Pero debo reconocer con pesar que nuestra carrera ha venido sufriendo mermas. Numerosos nombramientos con origen en la política partidista marginaron a funcionarios con probados méritos. ¿Cómo se impulsa el ingreso a una prestigiosa carrera cuando hay techos insalvables que por decisiones discrecionales impiden alcanzar más altas responsabilidades? Suscribo aquí los deseos del distinguido embajador Gutiérrez Canet: “…el Servicio Exterior mexicano espera justicia y el reconocimiento del próximo presidente…”.

El momento es de portentoso entusiasmo. Se cuenta con la voluntad política de una mayoría de los mexicanos para lograr una añorada transformación. Ello se reflejará también en nuestra diplomacia; trabajaremos arduamente en el fortalecimiento de nuestro prestigio tradicional, y de espacios preteridos, como algunas instancias claves en la América Latina. Nunca he formado parte de ningún partido, pero celebro, con adhesión, el momento histórico que nos permitirá participar en el esfuerzo de un hombre de mi generación, el articulado luchador social que es el presidente Andrés Manuel López Obrador. Con él tendrán vigencia material las inspiradoras lecciones de Morelos, Madero, Cárdenas y Juárez: “Nada por la fuerza, todo por la razón y el derecho”.


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