En el Fedón Sobre el alma, Sócrates y sus discípulos abordan el tema de la muerte y la inmortalidad del alma, visto que está cerca el momento en que el maestro tomará la cicuta. El filósofo no debe temer ese instante, puesto que se ha preparado durante su vida para la visión de esas verdades que ha buscado y por las que ha vivido. Sócrates está, pues, tranquilo, exhortando a sus discípulos a no sufrir por su ausencia. En el diálogo discurren sobre si el alma sobrevivirá al cuerpo, si se disolverá o perdurará. Se contrastan opiniones, objeciones, como es lógico en todo proceso de búsqueda de la verdad, pero se centra al fin el razonamiento con la siguiente idea: para demostrar lo que no vemos, en este caso el alma, hay que partir de un dato objetivo que todos podamos reconocer. Este dato es la muerte, realidad que no es posible negar. Una vez acordado este dato, puede procederse a demostrar la inmaterialidad, indisolubilidad y la inmortalidad del alma, entre otras cosas. Cuando se toca el tema de cómo será esa vida que nos espera después de la muerte, Platón empieza a usar el verbo creer, pues no es posible demostrar algo si no se parte de un dato objetivo, y sobre la otra vida no se tiene ninguno. Es aquí, en este punto en que la razón toca sus límites, cuando el filósofo hace uso del mito. Tiene la certeza de la inmortalidad del alma. Su razón ve con claridad, pero para saber cómo será esa vida se precisa de la fe en algo. Si alguien desde arriba me lo contara, dice Platón, creería.

Se me ocurrió tocar este punto porque he tenido el placer de escuchar varias veces la conferencia de la Dra. María García de Fleury sobre los Nuevos hallazgos en la reliquia de Nuestra Patrona, la Virgen de Coromoto. La reliquia es, de alguna manera, un dato objetivo que ha querido dejar el cielo en la tierra. Tanto como el manto de Turín.

Si nos acercamos a estas realidades con la humildad de quien ha experimentado los límites de la razón, podríamos al menos reconocer que hay fenómenos en los que uno aprecia alteradas las leyes de la química o de la física y escapan por tanto a nuestro habitual modo de comprensión. En lo que llamamos “reliquia”, por poner un nombre a esa imagen que dejó el cielo en manos del cacique Coromoto cuando intentó agredir a la Virgen en una aparición, hay signos de eternidad. Lo primero que llama la atención es la dificultad que ha encontrado la ciencia para explicar el “material” de que está hecha. Que además se haya autorrestaurado a lo largo del tiempo, impacta. En ciertos momentos de nuestra historia reciente, una mancha negra cubría al Niño Jesús, tanto como el mal de que somos testigos, a Venezuela. El rostro de la Virgen también ha estado cubierto de manchas que se han ido aclarando y el Niño ya empieza a verse. Una imagen blanca ha venido sustituyendo la mancha negra. Con el tiempo se ha ido achicando y ya ahora puede verse un cordero presente en la imagen. Es la de ese crucificado que dio la vida por sus ovejas y llamamos cordero de Dios.

Las leyes físicas y químicas se alteran si un ser superior lo permite. El filósofo y el científico buscan causalidad y dependiendo de su apertura interior reconocen que el absoluto control sobre los sucesos de esta vida no es posible. Algunos creen en el destino; otros, en las conexiones energéticas, pero quienes creemos en Dios, en la relación con un Dios personal, hablamos de Providencia. La lógica de este Ser que es Amor es muy distinta de la nuestra y, paradójicamente, se le comprende mejor desde los caminos tortuosos y menos exitosos a los ojos humanos. La “reliquia” altera ella misma las leyes naturales y el objetivo es trascendente: elevar la mente a lo que sobrepasa nuestra razón y tocar el corazón para provocar la conversión. La simbología presente es bellísima, como lo es siempre el lenguaje que trastoca nuestros modos usuales de ver y decir las cosas. Dios habla a todos los hombres –en este caso, a todos los venezolanos– y para todos los tiempos, pues lo que esos símbolos significan hoy para nosotros pueden significar algo distinto para futuras generaciones. El símbolo sugiere lo que las palabras no logran explicar.

Asombra que la mitad de la imagen signifique la cultura europea. La otra mitad, la indígena. Se trata del encuentro entre dos mundos. Los ojos de la Virgen están vivos. En los dos “está reflejada la imagen de la familia del cacique con dos perspectivas diferentes. Dentro del iris del ojo izquierdo quedó registrado –como en una foto– el momento de la aparición. Es imposible detallar toda la simbología contenida en la reliquia. Por eso invito a escuchar la conferencia que está recorriendo el país como un llamado a la esperanza, pues la transición deseada es progresiva, tanto como sea nuestra capacidad de reforma interior. La Virgen se apareció en Venezuela para quedarse, pues está aquí, entre nosotros y concretamente en Guanare. Coromoto, “el que detiene la tormenta”, es el nombre del cacique y de nuestra patrona. Ella puede ayudarnos en medio de tanta destrucción exterior, tanto sufrimiento y envilecimiento, tanta oscuridad y desorden. Y aunque parece que domina el mal, signo de una sociedad que debe reconstruirse por dentro, somos también testigos de “ejemplos de sublime bondad”, como dice Manzoni en su prólogo a Los Novios.

No estamos acostumbrados a considerar que la eternidad interviene en el tiempo, pero así como las personas tenemos todas una historia de tropiezos, barrancos y alegrías, así los pueblos tienen su historia y sus luchas. La historia del país se ha implicado con la nuestra (es siempre así para cada generación) y la Virgen de Coromoto nos está diciendo que el eterno entró en el tiempo para redimirlo. Dios sabe bien lo que nos pasa. La Virgen también. Nos toca a nosotros reformarnos por dentro fomentando el amor, el perdón y la solidaridad en estos tiempos abrumadores. No se trata de ir en contra de algo sino de iluminar, de opacar la oscuridad con abundancia de luz.

Que la Virgen nos bendiga y ayude.

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