El simple uso adecuado de la lógica pudiese preservarnos de decir muchas necedades. Aquí, no os asustéis, solo me quiero referir al tema de la validez del diálogo (mediación, negociación, intermediación o como se quiera), y a sus más reiterados y elementales adversarios. Lo primero compete a su naturaleza misma, es decir, al dispositivo y la ejecución de un mecanismo protocolar que permite que las partes enfrentadas radicalmente lleguen a soluciones satisfactorias, al menos necesarias, para cada una de ellas. Hasta la rendición bélica es una transacción que no solo da por vencedor a uno de los opuestos, sino que puede, verbigracia, preservar al otro de una cuantiosa masacre. Como ha habido miles de negociaciones en lo que llevamos de historia nadie debería descartarlas, so pena de rebuznar. Es más, una de las maneras de definir la política, toda política, ha sido justamente la de un arte o una ciencia o una técnica de las negociaciones cívicas. Y cuidado si no se puede extender la definición, sin mayor exabrupto, a cualquier relación con el otro. Si lo saben los buenos y los malos matrimonios. En síntesis, que tal cosa ha existido, existe y existirá y considerarla un monstruo impensable para hombres honestos y bravíos es una especie demencial.

Uno de los más eternos problemas metódicos del conocer es saber cómo pasar de casos particulares a generalizaciones mayores, la inducción, base del conocimiento de las ciencias o disciplinas que se refieren a hechos, al mundo. Más allá de las polémicas que esto ha producido, nadie negará que de muy pocos casos no se debería concluir nada muy sólido. Si tal remedio ha curado a cuatro o cinco sujetos no se puede concluir que es el remedio contra esa enfermedad. Por lo tanto, en nuestro caso, que dos o tres intentos de diálogo entre gobierno y oposición hayan resultado un fracaso y hasta se pudieran inferir daños cuantiosos posteriores para esta, no necesariamente proceden de la transacción fallida, podrían también provenir de otras acciones erradas de la oposición. Bastaría recordar que hay innumerables casos en la historia que han resultado positivos. Tratar de sacar una conclusión a partir de tan escuálidas premisas es un sofisma estridente. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que el próximo round, el de Oslo parece, vaya a triunfar o fracasar. Simplemente habría que calibrarlo en sus variables.

Un tercer argumento recurrente es lo monstruoso moral y políticamente que es el gobierno que ha destruido el país, como pocas veces se ha hecho de mucho tiempo a esta parte. Es también torpe. Para que haya diálogo es necesario que las partes se tilden de monstruosas entre ellas, porque, si no, no se justifica el complicado operativo, incluido el involucramiento de terceros, para poder intercambiar opiniones. Entre gente decente se conversa simplemente, con un café y hasta con un güisqui. No con los blancos racistas despiadados de Suráfrica o los asesinos de Pinochet o los déspotas comunistas…

De manera que hay que hacer el esfuerzo de pensar cada caso y no apelar a prejuicios más bien idiotas. En tal sentido, yo pienso que el diálogo de Oslo, y los paralelos que dicen que hay en más de una esquina del globo, a mí me perece promisorio. Por no extenderme por una sola razón, este gobierno es incapaz de asomar la menor solución a un país que han vuelto trizas y que cada minuto que pasa no es que lo gana como dice el lugar común, sino lo pierde, camino del infierno, el genocidio. Así lo ve el mundo, no solo los cincuenta o sesenta guaidosistas, sino hasta las satrapías que lo sostienen y que no es posible que no vean que hay que mover las piezas, hasta para sus bastardos intereses. A eso apuesto.

Diría, por último, que una inferencia no necesaria, pero sí muy probable, es que la alternativa a la negociación es la violencia. Y, sea cual fuese: ella va a aumentar el sufrimiento y la muerte en el país martirizado. Un gobierno militar-militar, un pueblo enfrentado con piedras a las armas rusas o la invasión que durará tanto como en Afganistán o Irak, para no abundar, no son muy atractivas que se diga. Y es tan común en la historia de la especie que se puede considerar el más abominable elemento de su naturaleza perenne.


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