A los ex profesores del IESA, Miguel Rodríguez y a Janeth Kelly (in memoriam).

“Entre chispazos de buen gobierno, la insensatez reina soberana. La locura consiste en persistir”. Barbara Tuchman

“Un fenómeno que puede notarse por toda la historia, en cualquier lugar o período, es el de unos gobiernos que siguen una política contraria a sus propios intereses. Al parecer, en cuestiones de gobierno la humanidad ha mostrado peor desempeño que casi en cualquier otra actividad humana. En esta esfera, la sabiduría –que podríamos definir como el ejercicio del juicio actuando a base de experiencia, sentido común e información disponible– ha resultado menos activa y más frustrada de lo que debiera ser. ¿Por qué quienes ocupan altos puestos actúan, tan a menudo, en contra de los dictados de la razón y del autointerés ilustrado? ¿Por qué tan a menudo parece no funcionar el proceso mental inteligente?

Son las palabras con las que la notable historiadora norteamericana Barbara W. Tuchman (1912-1989) inicia su fascinante reflexión historiográfica acerca de la hegemonía incuestionable de la locura a lo largo de la historia política de los pueblos: La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam. Sin que tampoco ella encuentre la respuesta adecuada a un enigma que castiga a la humanidad desde tiempos prehistóricos, siguiendo al pie de la letra el apotegma de Antonio Labriola: “Solo tú, estupidez, eres eterna”. ¿Por qué motivo la sinrazón ha dominado a las élites gobernantes durante estos miles de años de civilización y cultura, sin que al momento se vislumbre un solo atisbo de corrección y mejoría? ¿Por qué la temperancia y la racionalidad han sido tan escasas en el ámbito político de las acciones humanas? Un interrogante que, resuelto, hubiera podido contribuir a evitar la tenaz y porfiada reproducción de los actos de locura y estupidez con los que la humanidad, en todo tiempo y lugar, ha seguido reiterando el dominio del delirio sobre la razón e impidiendo la racionalidad en la gerencia y dirección de los asuntos públicos. Optando en la inmensa mayoría de las veces preferir la peor de las opciones que se les ofrecían a las élites, encargadas de estropear el curso de la historia. Un problema tan antiguo como nuestra cultura, como para que Platón reconociera la estupidez de los gobernantes como causa de guerras y tragedias, afirmado la necesidad de que dichos asuntos les fueran arrebatados a los demagogos, que han dominado al mundo hasta el día de hoy, para ser entregado a los filósofos, intrínsecamente incapaces de atender a la locura que mueve los intereses colectivos y la ambición desaforada de sus advenedizos. Una pretensión tan absurda, como el problema mismo. Ya que política y filosofía son ámbitos antagónicos en una realidad en la que domina nuestra segunda naturaleza: la emotividad, los impulsos, el odio mortal y la enemistad incombustible entre amigos y enemigos que como bien afirmara Carl Schmitt constituyen la esencia de lo político. Y el desvarío de los pueblos, que a la hora de las decisiones, entre gigantes y pigmeos se escora indefectiblemente hacia los pigmeos.

El ejemplo del caballo de Troya, con el que la historiadora norteamericana da inicio al catálogo de insensateces que describen esta “marcha de la locura” en nuestra civilización greco-romana sirve de perfecta expresión a la estupidez de las élites políticas y la facilidad con que los pueblos se someten a sus erradas decisiones o sus falsas promesas: situado a las puertas de la ciudad por los griegos invasores luego de haberse retirado, derrotados, de sus muros, e introducido a la ciudad por los propios troyanos a pesar de desconfiar de tal artilugio, no fuera a resultar una celada mortal, como, en efecto, es la metáfora inolvidable de una de esas formas de locura de los gobernantes. Permitir que los enemigos del progreso y la libertad, del buen gobierno, se introduzcan subrepticiamente o mediante el engaño de falsas promesas en el aparato político del poder, conquistándolo por dentro para vaciarlo de contenido y someterlo a los fines de su devastación. Lo dijo con todas sus letras Goebbels en 1927, a seis años de asaltar el poder y luego de que Hitler, tras el fracaso del putsch de la cervecería en 1923, reconociera que el Estado moderno no se deja asaltar por medios violentos, cuando ese asalto era perfectamente evitable pues la racionalidad contaba con el respaldo mayoritario del pueblo alemán: “iremos al Congreso que conquistaremos por medios electorales y pacíficos, para luego, usando sus armas, ponerlo al servicio de la revolución nacional socialista”. Fue el inició del método nazi de apoderarse del poder, repetido ejemplarmente en Venezuela tras el fracaso del golpe de Estado del 4 de febrero de 1992.

¿Por qué los políticos de nuestra era democrática, que a pesar de todos los pesares nos dispensara los mejores gobiernos de nuestra historia, permitieron la introducción del caballo de Troya del chavismo a nuestra asediada democracia, permitiendo, es más, favoreciendo la invasión del castrocomunismo que ocultaba en su interior? ¿Por qué nuestros dirigentes actuaron entonces y siguen actuando de manera tan desquiciada y opuesta a la razón y la experiencia hasta el día de hoy, dejándose seducir por los cantos de sirena de los asaltantes? ¿Por qué razón, aún hoy, tras dieciocho años de locura, continúan apostando por reconquistar a los introducidos en nuestra vida institucional por ese caballo de Troya para desquiciarla y arrasarla de raíz, cantando las canciones del asalto? ¿Por qué, finalmente y a pesar de todos los indicios, pruebas y demostraciones de las verdaderas intenciones de los asaltantes totalitarios las democracias toleran y facilitan, incluso constitucionalmente, la presencia en su seno de los factores de su disolución? Es la marcha de la locura, como bien lo señala Barbara Tuchman. No existe, hoy por hoy, una sola democracia que haya asumido la racional decisión de obstruirle el paso al delirio. Hasta se considera de buen tono permitir que las fuerzas del castrocomunismo hagan vida con las fuerzas democráticas y liberales en el interior de los parlamentos. La tiranía acecha en todas ellas. Al extremo de considerar que la democracia perfecta es la que permite la convivencia pacífica de asaltantes y asaltados.

Hemos venido sosteniendo desde ese lejano 4 de febrero de 1992 que la sociedad venezolana estaba gravemente enferma y coincidiendo con Barbara Tuchman, incluso sin haberla leído, hemos considerado que esa enfermedad nos afectaba en nuestra psiquis, en nuestra cultura, usos, hábitos y costumbres. Es nuestro aporte a la marcha de la locura que signa la historia de América Latina desde el 19 de abril de 1810 hasta el día de hoy. Solo se han salvado de ella los más proclives a la racionalidad y la inteligencia, aquellos que Bolívar, derrotado y gravemente enfermo aunque dotado de destellos de racionalidad, reconociera en la República de Chile. Dijo en 1828: “Es la única república que podrá ser libre”.

No es un consuelo, pero podría contribuir a apartar de un manotazo la estupidez consuetudinaria que sigue maldiciendo a quienes insisten en ocuparse de la dirección de nuestros asuntos públicos y la insensatez que late en las entrañas de nuestros pueblos: desalojar, por ahora y cuanto antes, al peor producto de nuestra locura, por la razón o la fuerza. Es el único camino hacia nuestra salvación. No hay otros.

Barbara W. Tuchman, La marcha de la locura, La sinrazón desde Troya hasta Vietnam. Fondo de Cultura Económica, México, 1989.


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