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Que el perro muerda al hombre no es noticia; que el hombre muerda al perro es noticia” (Eugenio Scalfari).

Ya le tiene que gustar a uno mucho la literatura para volverse loco y clavarle un cuchillo en el pecho a quien se atreva a desvelar el desenlace de una novela. Por increíble que parezca esto ha sucedido de verdad. Un hombre maduro, de unos cincuenta años de edad, ha apuñalado a otro que le contó cómo terminaba el libro que leían al tiempo. (“Apuñala a un hombre en la Antártida por hacerle spoiler«; La Verdad, 31-10-18).

Dicho así, pensará usted que vivimos en un mundo de tarados. Vamos, ¡mire que llegar a estos extremos por el final de una novela! Uno entiende la emoción de la intriga de no saber qué ocurrirá más adelante. Si me permite el símil, el lector es como un caminante solitario persiguiendo su particular destino. Al caminante de casta le molesta que mientras disfruta el acto de la lectura se le aparezca un asaltante y rompa el misterio y la aventura para revelarle qué hay al cruzar el río o detrás de aquella montaña. No es bueno. El hombre que lee camina solo (el hombre o la mujer, quiero decir). De hecho, hoy es raro encontrar a un lector rodeado de gente, envuelto en el calor de multitudes. El lector es un hombre solo, un extranjero que pisa territorios desconocidos. El hombre que lee es un explorador, un peregrino del Camino de Santiago. El hombre que camina con un libro en la mano es el caballero medieval en busca del Santo Grial. En fin, lo que quiero decir es que la pasión lectora es esto o algo muy parecido a esto.

Sergey Savitsky

Pero volvamos a la noticia. Imagine usted cómo se sentiría en medio del relato de un chiste si otro amigo, un tercero, llega de repente y le adelanta el final del chascarrillo. Muy mal, claro. La gracia se desvanece. Esto es lo que ocurría con la lectura en el campamento de Bellingshausen en la Isla del Rey Jorge, allá en la fría Antártida. Aquel paraje aislado del resto de la humanidad lo puebla un grupo de científicos rusos que comparte, entre otras cosas, unos cuantos canales de televisión, una zona deportiva y una pequeña biblioteca. Dos científicos, Sergey Savitsky y Oleg Beloguzov, eran asiduos lectores de esa biblioteca mínima y uno de los dos debía de leer más rápido que el otro. Oleg disfrutaba hablando de lo que leía con su compañero Sergey pero -y esto es una suposición personal- llegaba a entusiasmarse tanto con las historias de la biblioteca que terminaba reescribiéndoselas enteras a su colega Savitsky. Este no aguantó más la obsesiva actitud del destripador de tramas (“spoiler”) y le clavó un cuchillo en el pecho. El herido Oleg Beloguzov fue enviado a un centro hospitalario de Chile donde se recupera de las heridas (“Antarctic scientist stabs colleague who kept telling him ending of books”; The Sun, 30th October 2018.-Will Stewart)

Oleg Beloguzov

No es difícil entender el desencanto de Sergey harto de la mala costumbre de su amigo Oleg de estropearle el final de los libros. Sí es cierto que uno no apuñalaría a nadie por este motivo; no obstante, las circunstancias singulares de soledad absoluta de la Antártida y la pasión lectora favorecen la locura de la literatura.


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