Lo que los juristas llaman el debido proceso –que es el principio general por el cual los gobiernos, las autoridades y el sistema judicial están obligados a respetar los derechos y garantías mínimas de los ciudadanos para la justa aplicación de la ley– comenzó a ser violado en Venezuela, de forma sistemática, en 1999.

No dudo en afirmar que se trata de una política, que actúa en interrelación con otras. La violación de los procedimientos establecidos en las leyes –el primero de ellos, el derecho a la defensa– se ha producido de forma simultánea a la represión en las calles, a la práctica creciente de la tortura, a la acción unilateral y violenta del poder, en todos los planos posibles, en contra de personas y familias.

La revolución bolivariana ha expropiado fincas productivas y empresas en operaciones, sin cumplir un solo requisito de los previstos en la ley, para que, en tiempo récord, se hundieran en la improductividad y la ruina. Despidió a más de 20.000 trabajadores de la industria petrolera, tras una orden que el comandante enloquecido dio por televisión. Se ha apropiado de mercancías, en allanamientos sin soporte judicial o en requisas en las vías públicas, que pertenecían a empresas o comercios, sin justificación, sin orden judicial ni razón legal alguna.

Se han ocupado edificios, estacionamientos, galpones y viviendas y, como si eso no fuese suficiente, han amenazado o detenido o golpeado o procesado a sus propietarios.

Se han anulado pasaportes de ciudadanos, con el preciso objetivo de impedir que ejerzan su derecho a la protesta o a la denuncia. Se han dado órdenes, como las que derivaron de la llamada lista de Tascón, para negar el derecho al trabajo, a las prestaciones de los servicios de salud y a otros posibles beneficios sociales, en contra de ciudadanos que, con su firma, habían expresado su desacuerdo con el régimen. El Consejo Nacional Electoral ha eliminado a electores de su base de datos, o los ha cambiado de centro de votación, o ha mudado centros electorales, sin que haya justificación alguna que no sea la de obstaculizar y evitar que los ciudadanos ejerzan su derecho al voto. Se han cerrado emisoras de radio. Se bloquea en la red el acceso a medios de comunicación y portales informativos. Se fijan precios de forma unilateral, haciendo inviable la sostenibilidad de las empresas y la protección del empleo. Se emiten decretos con aumentos salariales desproporcionados, que alientan la hiperinflación, liquidan puestos de trabajo, destruyen los tabuladores y crean condiciones cuyo principal resultado es la caída de la productividad. Se establecen controles, impuestos, cargas parafiscales y otras formas de acoso a las empresas, con el propósito de acorralarlas y empujarlas al cierre. Se detienen a civiles y se los somete a tribunales militares. Se aísla a los presos políticos de sus familiares. Se desinforma: en otras palabras, se tortura a las parejas y a los hijos de los detenidos. Se encarcelan a personas por años, sin que se produzca juicio alguno. Las boletas de excarcelación que emiten algunos tribunales no son atendidas. Se viola el precepto de la inmunidad parlamentaria. O se dictan sentencias que carecen de todo fundamento, ordenadas por alguno de los núcleos del poder corrupto que destruye a Venezuela.

El poder corrupto –me refiero a la trama ilegítima que constituyen hoy el Alto Mando Militar, el Tribunal Supremo de Justicia, la Contraloría General de la República, la Fiscalía General de la República, el Consejo Nacional Electoral, el Ejecutivo y sus numerosas ramificaciones– actúa siempre bajo la modalidad única y exclusiva de lo unilateral. Tiene un estilo: el de la ejecución sumaria.

El reciente reporte de la organización no gubernamental Foro Penal ofrece cifras que agregan categóricas evidencias a estas afirmaciones: entre 2014 y el 11 de octubre de 2018, 12.488 ciudadanos han sido detenidos sin el cumplimiento de los mínimos requisitos del debido proceso. La ruta hacia la muerte de Fernando Albán comenzó por su detención ilegal.

De hecho, la detención fuera del marco de la ley es el método predilecto de la dictadura. Para ello dispone de unidades armadas, encapuchadas y feroces, que irrumpen en los hogares de personas indefensas e inocentes, en horas de la madrugada. Se impide a los detenidos contactar a sus familiares y abogados. Se les desaparece forzosamente. La tortura, tal como ha sido documentada por el informe elaborado por la OEA, es una práctica extendida en varios cuerpos militares y policiales.

El caso del diputado Juan Requesens, así como de los centenares de casos de torturas que han sido documentados y que están bajo la revisión de la Corte Penal Internacional, revelan la extrema perversión que rige la conducta de muchos de sus funcionarios civiles y militares. De acuerdo con lo informado por Amnistía Internacional, entre 2015 y junio de 2017, 8.200 personas perdieron la vida en ejecuciones extrajudiciales, en su inmensa mayoría hombres jóvenes que vivían en los barrios pobres de Venezuela.

Lo dicho en este artículo es apenas un asomo a una conducta recurrente, extendida y permeada a todos los niveles del poder, lo que incluye a toda la gama de corruptos como alcaldes, gobernadores, protectores, vicepresidentes regionales del PSUV y especies afines. Todo esto habla de un poder unilateral, que desprecia la ley, que carece de escrúpulos y que se alimenta, a partes iguales, de ambiciones y odio a sus semejantes.


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