Gran Bretaña y Francia acaban de vivir, cada uno en dos momentos, importantes procesos eleccionarios, cuyo desarrollo y cuyos resultados han concitado el interés de buena parte del mundo. Lo que sucediera en esos países no solo iba a trazar una nueva línea en torno al tema de la unidad europea, sino pulsar la respuesta de los ciudadanos frente a las nuevas realidades que enfrenta la sociedad y medir su grado de confianza en los liderazgos y sus propuestas.

Gran Bretaña votó por abandonar la Unidad Europea. Ninguno de los analistas dejó de observar el peso determinante del voto rural y de las personas mayores. El pasado, decían, ha decidido sobre el futuro, la tradición y el sentimiento de orgullo británico han pesado más que la atención a las nuevas realidades, la inmediatez ha prevalecido sobre la visión de largo plazo. Las dudas del día después terminarían por dar razón a las advertencias. La frustración mostraría su rostro en forma de incertidumbre, de manera muy especial en el sector más joven, de visión más europeísta, más universal, más dispuesta a entender la globalización y los fenómenos de la modernidad, la transformación de los mercados y de las comunicaciones, los problemas de la creciente inmigración, la amenaza del terrorismo, el peso de la tecnología en el mundo del trabajo y de las relaciones personales. Las consecuencias de esa elección comienzan a tomar forma. Theresa May, la primer ministro, no ha obtenido el resultado calculado en unas elecciones convocadas con la intención de afirmar su liderazgo y reforzar su posición negociadora con Europa. Los resultados de las urnas podrían, de todos modos, ser interpretados como un gesto de rectificación tardía y como expresión de la voluntad británica de no aislarse, de no perder el tren de las oportunidades.

La otra cara de la moneda es Francia, con un joven presidente de apenas 39 años, político de centro, un tecnócrata capaz de interpretar mejor a la mayoría, desplazar a los partidos tradicionales y atraer el voto joven. El triunfo de Emmanuel Macron significó un alivio para Europa. Los franceses se decidieron mayoritariamente a favor de Europa y contra el aislamiento. Se manifestaron también en contra de la amenaza populista, personificada en el triunfo del Brexit en Inglaterra y de Trump en Estados Unidos. Macron personaliza una generación en capacidad de comprender los nuevos retos, dispuesta a pensar en futuro más que en pasadas grandezas, a construirlo más que a recodarlo con nostalgia, a generar fortalezas más que a lamentarse, a competir lealmente más que a aislarse. Contrariamente a una visión que piensa en el crecimiento en solitario, Macron reivindica una posición más universal, más cooperativa. A la consigna “Hacer América grande otra vez” opone una de visión global: “Hacer el planeta grande otra vez”.

La lección de Francia e Inglaterra pone el acento en el valor del liderazgo, sobre todo desde la perspectiva de la visión: hacia el pasado o hacia el futuro, hacia la negación o la añoranza o hacia la construcción. No hay duda del liderazgo que Venezuela necesita en esta hora. Una gran parte de la población lo ha comprendido o lo intuye, la juventud en primera línea, no la marcada por la edad sino por la amplitud de visión, por la capacidad de pensar en términos de hoy y de futuro, de no hacer del pasado un lastre, de asumirlo solo como enseñanza y como impulso, de anticipar el futuro, de imaginarlo y de luchar por lo imaginado.

Lo que en esta hora de Venezuela necesita es un liderazgo inspirador, capaz de sobrevivir como idea y como fuerza, un liderazgo que convoque a la unidad más que a la uniformidad, al ejercicio de la personalidad más que al de la obediencia, a la creatividad más que a la simple imitación, a la innovación más que a la repetición. Y exige, especialmente, un liderazgo valeroso, sin cálculos, inteligente, esforzado, de primera línea en los riesgos y en el esfuerzo, voces claras para tiempos inciertos, estrategas y guías para tiempos de tempestad, actores para la construcción.

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