El diálogo como propuesta encaminada a la conciliación tuvo una revelación sobresaliente en aquella negociación impulsada durante el segundo gobierno del presidente Caldera: la “Comisión Tripartita”, tan acertadamente integrada por los ministros del área económica y por representantes calificados de los trabajadores y de los empresarios, asumió vigorosamente la reforma del régimen de prestaciones sociales, concibiendo un nuevo sistema de pago anual, en sustitución de la liquidación al término de la relación laboral. No solo quedaba resuelto el espinoso problema planteado por la retroactividad, sino además se impartían beneficios a los trabajadores y sus patronos. De que no fue fácil conciliar posiciones encontradas no queda la menor duda, solo la tenacidad, la inteligencia, la buena fe de las partes, el liderazgo del presidente y de su ministro de Planificación, correspondidos al otro lado de la mesa por los restantes actores del proceso negociador, hicieron posible aquello que parecía inalcanzable en un país excesivamente acostumbrado al “proteccionismo” gubernamental, a los subsidios y canonjías propias del populismo. La “nueva cultura” a que aludía Teodoro Petkoff en aquellos días, se asomaba esperanzadora en nuestra Venezuela finisecular, ansiosa de renovados paradigmas, de un cambio de actitud frente al Estado que siempre se tuvo como benefactor de quienes no eran capaces de competir sin prebendas y auxilios fiscales. Un impulso renovador que igualmente alcanzaba a la fuerza laboral, por años cautiva del discurso político que confundía lo “justo” con lo “posible” en términos de compensación salarial; es obvio que al pedir más de lo que una empresa puede dar se le encauzará inexorablemente a la ruina, en perjuicio primeramente de quienes ocupan puestos de trabajo y de los consumidores. La fijación del salario nunca debe responder al número de votos que arrojaría el sindicato de trabajadores, sino a la necesidad de consolidar una economía próspera, sustentada en empresas solventes, creadoras de riqueza y de bienestar para sus accionistas, empleados y obreros.

Aquella reforma laboral fue parte fundamental del único programa de ajustes exitosamente implementado desde 1983, tal y como acertadamente apunta Aurelio F. Concheso. Fue, como hemos dicho, una concertación bien lograda, producto del hábito mental de estudiar y de organizarse anticipadamente para la deliberación, de sincronizar los discursos y planteamientos, de conocer al país y a su gente, de poner a un lado las ideologías y conveniencias políticas circunstanciales, de la capacidad de respuesta del gobierno ante las necesidades básicas de la gente y, sobre todo, la apertura al arreglo y equilibrio de los intereses de las partes, andadura hacia el encuentro de opciones o alternativas de interés general. Pero también, como indica el citado F. Concheso, se tuvo especial cuidado en hablar previamente con los actores del proceso, en explicarles suficientemente sus alcances, sus beneficios, sus riesgos. No fue como dice “un balde de agua fría”, probablemente la razón fundamental del fracaso en anteriores ensayos de ajuste económico supuestamente concertados.

Un país político que pudo afrontar exitosamente el proceso previamente referido, ciertamente tiene posibilidades. Naturalmente, lo que hoy nos es dado abordar, exhibe mayor complejidad y altisonancia, entre otras razones por sus antecedentes, por lo que ha acontecido en las dos últimas décadas, por las personas y agrupaciones envueltas en una contienda generalmente asimétrica, a veces absurda. Y aquí nos tropezamos con realidades difíciles de manejar y de resolver. Hay quienes solo piensan en preservar sus ya escasos y devaluados intereses, mientras que otros exteriorizan su cómplice complacencia con el statu quo. Los ideólogos y activistas de izquierdas –el llamado oficialismo– no están dispuestos a ceder sus prerrogativas, sus territorios “conquistados”, como suelen decir. Con ellos se entremezclan unos cuantos oportunistas que no creen en nada ni en nadie, solo fingen un ideal “bolivariano” –que en absoluto corresponde al pensamiento y acción del Libertador–, mientras se afanan de la riqueza fácil, generalmente obtenida de oscuras componendas con funcionarios públicos. En la acera de enfrente, también se observan extremismos y contradicciones; no existe una oposición política articulada, enteramente solvente y que pueda presentar alternativas creíbles al ciudadano exhausto, agobiado por la escasez de productos de primera necesidad y el mal funcionamiento de los servicios públicos; naturalmente hay excepciones en la dirigencia opositora, solo que no logran prevalecer con fuerza en medio del caos político que nos envuelve. Finalmente los que huyen del entorno adverso, unos por razones válidas y respetables, otros por simplemente darle la espalda a todo aquello que no toleran, que no están dispuestos a confrontar en el mismo terreno de los acontecimientos nacionales.

El diálogo y la subsecuente negociación requieren liderazgo e iniciativa, sabiduría, inteligencia, honestidad intelectual y sobre todo tolerancia para manejarse entre los extremos conflictivos y de mutua cooperación. Y es que la actitud cooperante de las partes –un estado anímico difícil de alcanzar en un caso como el nuestro–, siempre será la clave para lograr cualquier acuerdo que adquiera firmeza y viabilidad, el ánimo y disposición que posibilitan identificar intereses comunes, siempre que los hubiere. No es precisamente lo que estamos observando en la Venezuela doliente de nuestros días. Ni existen las condiciones, ni hemos topado con el líder que como en aquella coyuntura de la “Comisión Tripartita”, sea capaz de marcar la pauta de un posible entendimiento y de hacer la diferencia en beneficio del pueblo venezolano.


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