En William Gass (1924-2017) se cumple el paradójico enunciado de escritor de culto entre escritores, apenas conocido por el gran público. De él cabe afirmar que fue una presencia polifacética, irrepetible e influyente en la literatura norteamericana: cuentista, ensayista, novelista, crítico literario y adictivo profesor de filosofía, según han testimoniado alumnos suyos de varias generaciones. Un inconforme. Mente en búsqueda. Falleció el 6 de diciembre de 2017. Tenía 93 años.

En 1985 el sello Alfaguara publicó En el corazón del corazón del país, colección de cinco relatos, que La navaja suiza editores tradujo nuevamente en 2017. De aquella lectura nunca he olvidado la historia de “El chico de Pedersen”, crispada en el espacio de un feroz invierno rural. En esas páginas cargadas de violencia explícita y soterrada, de reflejos casi animales, hay algo que impone: el despliegue del invierno. De ese paisaje nevado se levanta algo siniestro. Una amenaza late en el blanco nevado que todo lo cubre. La indagación de la violencia es inseparable del frío, del blanco, sus deslumbramientos y opacidades.

En esa ficción, una de sus más celebradas, hay una inconformidad, un sesgo: la de un escritor que piensa como un pintor. Que escribe como quien mira. Blanco no es un color, sino muchos. También una realidad ominosa, una metáfora de las dificultades, una sicología de tensiones. El blanco invierno es casi un personaje de “El chico Pedersen”.

Sobre lo azul. Una pregunta filosófica (La navaja suiza editores, España, 2017, traducido por Ce Santiago), publicado originalmente en 1976, es un ensayo literario, poético, filosófico y cultural sobre el azul. Algo en la visión de lo azul está secretamente conectado a lo blanco de aquella historia.

Me parece: no hay cajón donde contener Sobre lo azul. Algunos de sus raptos podrían compararse con las fugas narrativa de Danilo Kis o de Mircea Catarescu. Dotado de una fluidez a prueba de compartimentos, el texto se desparrama: va de lo real a lo imaginario, de lo cognitivo a lo perceptivo, de lo fáctico a lo especulativo, de lo inmediato a lo desconocido. Quiero decir: lo azul es un disparador de la mente. Una idea que incita al merodeo, al salto temático, a los enlaces inesperados. “Lo azul” es menos una reflexión cromática -aunque a menudo se refiere a la cuestión del color- y más una movilidad, una acumulación de ideas y sensaciones, algunas de apariencia deliberada, otras que parecen provenir de lo inconsciente, de las capas más ocultas del cerebro. El azul, lo azul, resultan un concepto que puede relacionarse de forma ilimitada. Veamos un ejemplo.

Copio a continuación un largo párrafo, con el que comienza el libro: “Azules los lápices, azules las narices, azules las películas, las leyes, azules las medias y las piernas, el lenguaje de las aves, las abejas y las flores, tal como lo cantan los estibadores, ese aspecto plomizo que la piel adquiere cuando le afecta el frío, una contusión, la enfermedad, el miedo; el horrible ron o la ginebra que llaman ruina azul y los diablos azules de sus delirios; gatos rusos y ostras, una respiración retenida o aprisionada, el azul que dicen poseen los diamantes, las profundas fosas en el océano y los blazers que obtienen los deportistas ingleses y se permiten lucir los caballeros; las aflicciones del espíritu -los desánimos, los abatimientos, los lunes -todos funestos- la música sencilla y melancólica, las gentes de Nueva Escocia, la cianosis, el tinte capilar, el decolorante, la lejía; la exótica dalia azul, como esa única vez cada luna azul en que acontecen hechos penetrantes, o la voz de triunfo en el whist (pero quién se acuerda del whist o de cómo es la muerte de los juegos que ya no se juegan), y de igual modo la bandera, Blue Peter, nuestra señal para ponernos en marcha; un ligero bandazo, el dinero confederado, las sombreadas pendientes de las montañas y las nubes, y así la constantemente creciente ausencia del Cielo (ins Blaue hinein, dicen los alemanes), en consecuencia el color de todo lo que está vacío: botellas azules, cuentas bancarias y los halagos, por ejemplo, o, cuando se vuelca el cielo, el lamento verdiazul del mar (ambos el mismo), y, ya en el Infierno, sus minuciosas hileras de casetas de hormigón hasta el horizonte y el azul del gas inflamado; los registros sociales, los cuadernillos de evaluación, la sangre azul, pelotas y boinas, barbas, abrigos, cuellos, ciertos valores y el queso… el pedante, indecente y severo… el atardecer aguado, el hielo en el mar; por medio de una amalgama de accidentes ha llegado a ser el azul el color de todo esto, igual que ha simbolizado la fidelidad.”

Esta insuperable enumeración -cuya dignidad literaria me ha hecho recordar a Vicente Huidobro-, señala la mutabilidad, la gracia para el desplazamiento que es el signo de Sobre lo azul. Lo azul no puede permanecer extático. Va de lo corporal hacia los objetos. Salta de Beckett a los tonos azulados de la muerte. A un comentario -que casi alcanza el estatuto de ejercicio crítico- sobre un relato de John Barth, le sigue un recorrido -que podría calificarse de erudito- por Henry Miller, Rilke, Robert Graves, Henry James, Whitman y más- sobre la escritura de lo sexual. Esta sección, que ocupa todo el capítulo II, bien podría ser extraída del conjunto, y ser leído de forma autónoma, como un ensayo en sí mismo.

Inagotable es la energía -la libertad- que emana del ensayo. Inagotable porque, a fin de cuentas, todo queda abierto. Inagotable, vertiginoso, por la multiplicidad de conexiones que establece. Pero, sobre todo, porque después de cuatro décadas, algo en Sobre lo azul conserva la irradiación de lo inusitado, lo llameante, como si lo acabase de escribir.


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