Hacia 1560 la leyenda de El Dorado estaba ampliamente extendida y consolidada entre los conquistadores de España en el continente americano. La idea de un reino indígena envuelto en oro apenas se ponía en duda. El imaginario imperante era este: existía una tierra donde el oro era tan abundante, que se usaba en reemplazo de la piedra, la madera y el hierro. Con oro se hacían herramientas, vasijas, armas, adornos y hasta vestidos. Se trataba, ni más ni menos, de una vida en la que la materia prima más común era el oro.

También los conquistadores estaban convencidos de que los indígenas no entendían el valor sin par del oro. Por lo tanto, tomarlo, intercambiarlo, robarlo o quitárselo por la fuerza no debería ser muy difícil. La dificultad en la que coincidían esos rudos conquistadores se refería a dos cuestiones: cómo encontrar el reino, que todos imaginaban ubicado en un lugar remoto e inaccesible, y cómo sortear los peligros de la travesía.

El dato clave era que aquellos hombres duros temían a la selva. Hablaban de los imponderables climáticos, de la dificultad de ver en la tupida vegetación, de las alimañas –serpientes, arañas y escorpiones– que se dejaban caer de los árboles, de insectos que mataban con una picadura, de los salvajes “sueltos” que disparaban dardos o flechas envenenadas. Tantos peligros confluían en un criterio: la búsqueda de El Dorado era tarea de hombres valientes, ambiciosos y dispuestos a todo.

Hacia 1514, aproximadamente, comenzaron las primeras expediciones. Algunas de ellas, como la pactada por Francisco Pizarro, Hernando de Luque y Diego de Almagro, que se inició en 1524, alcanzó fama: de ella se hablaba en tierras americanas y en España. Ese año Carlos I emitió un decreto que permitía a los extranjeros comerciar con las Indias. Muchos conquistadores pensaban que al menos una parte del oro que consiguieran lo podrían vender a comerciantes portugueses.

Pedro de Ursúa era caballero de Navarra y había llegado al Nuevo Reino en 1543. Una serie de circunstancias narradas por el poeta, historiador e hispanófilo inglés Robert Southey (1774-1843) en La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre (PenguinRandomHouse Mondadori, traducción de Soledad Martínez de Pinillos, España, 2017), lo colocan en 1560, al frente de una expedición “en busca de El Dorado y de la Casa del Sol”, en el río Orellana, que era como llamaban al Amazonas.

Ursúa, reputado por su severidad militar –de hecho, varios colegas le acusaban de haber matado indígenas innecesariamente–, reunió una fuerza de 300 españoles, donde había “hombres de categoría y mestizos”. Amigos le advirtieron, antes de partir el 26 de septiembre de 1560, que varios de los reclutados, incluyendo a Lope de Aguirre, eran peligrosos en extremo. También le rogaron que no llevase consigo a su amante, doña Inés de Atienza, viuda de famosa belleza, de la que Ursúa estaba totalmente prendado.

El meticuloso relato de Southey no ahorra al lector ni los padecimientos sufridos, ni la brutalidad de las acciones, ni lo sangriento del recorrido. No solo eran hombres feroces, sino que, embarcados en un proyecto cargado de incertidumbres, vivían con la crispación y el odio a flor de piel. El primero de enero de 1561, liderados por Aguirre, matan a Ursúa y a su amante. No sería ni el primero ni el último escenario de violencia. Lo peor estaba por comenzar.

Aguirre se declaró en rebeldía y hasta se permitió este extremo: le escribió a Felipe II, firmando sus cartas como El traidor. Se inició un sanguinario periplo que lo llevó, posiblemente por el río Orinoco, hasta la isla de Margarita, y de allí a Tierra Firme, en el actual territorio de Venezuela, hasta que el 26 de octubre de ese 1561 fue asesinado por dos conjurados de sus propias tropas. El relato de Southey tiene significación porque expone las demenciales ambiciones, un estado del pensamiento dominado por los prejuicios y la ignorancia, una disposición a la violencia extrema como único modo de resolver, no tanto lo que se le oponía, sino cualquier resistencia que encontrara en su camino.

En Lope de Aguirre, cuya vida ha sido fuente de tanta literatura, estudios históricos y películas –también la de Pedro de Ursúa–, está simbolizada una figura que, a lo largo de los siglos, y hasta nuestro tiempo, sigue teniendo una presencia recurrente en la cultura política latinoamericana: el caudillo, capaz de aglutinar seguidores y convertir a esos seguidores en milicianos de sus deseos. A lo largo de los siglos no han faltado los que le han exaltado como un héroe por su desafío al imperio. Para muchos otros, y ello incluye a este relato fundamental de Southey, Aguirre es emblemático de la voracidad, de las conductas ilimitadas, del profundo desdén por la vida de los demás, que el deseo de poder desata en ciertos hombres.


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