El 6 de septiembre de 1989, Óscar Naranjo recibe una llamada del general Miguel Antonio Gómez, su jefe y director de la Policía de Colombia. Le ordena presentarse en la oficina de Germán Montoya, secretario de la Presidencia. En ese momento, la Corte Suprema de Justicia impedía extraditar. Entonces el gobierno de Virgilio Barco tomó la decisión de extraditar por vía administrativa. En el Palacio de Nariño, a las 11:00 am, Naranjo recibe instrucciones: trasladar de inmediato a Eduardo Martínez Romero, responsable de las finanzas del Cartel de Medellín, a Estados Unidos.

A las 5:00 pm, Martínez y Naranjo, así como oficiales de la DEA, despegan en un avión rumbo a Guantánamo, donde harán trasbordo. Durante el recorrido Martínez alega su inocencia. Naranjo confiesa que estuvo a punto de creer que aquel hombre había sido víctima de un equívoco. Cuando se disponen a bajar, al pie del avión, un hombre sonríe y saluda efusivamente al narco. Este se pone lívido. Quien lo saluda es un agente de la DEA que, infiltrado en el mundo del narco, conocía a fondo las operaciones de Martínez, de lavado de dinero. El palabrerío de Martínez se evapora en ese preciso instante.

Siguen hacia Atlanta. A Naranjo le impiden salir del hotel: Pablo Escobar ya ha emitido una amenaza de muerte contra Naranjo y su familia. Al volver a Bogotá le informan que ha recibido una tarjeta que dice: “Descanse en paz, capitán Naranjo”. Entonces al oficial le asignan un vehículo blindado con teléfono, que habían expropiado a Gonzalo Rodríguez Gacha, alias el Mejicano. El día que le entregan el vehículo, mientras lo conduce, el teléfono repica. Naranjo atiende y escucha: “Habla con Gonzalo Rodríguez Gacha, ese carro es mío”.

Colombia bajo fuego

El libro se llama El cazador de la mafia (Editorial Planeta Colombiana, Bogotá, 2017). Es el resultado de una secuencia de entrevistas que el veteranísimo periodista Julio Sánchez Cristo –dos veces Premio Rey de España de periodismo–, le hace a Óscar Naranjo, quien, producto de una excepcional carrera de 36 años como funcionario policial, se convirtió en el primer general cuatro estrellas de la Policía de Colombia, y desde marzo de 2017, en vicepresidente de su país.

No hay gratuidad en la afirmación: la historia profesional de Naranjo debe ser única en el mundo. Era capitán, en 1985, cuando fue parte de los funcionarios que actuaron en la toma del Palacio de Justicia. Ya en 1979, como subteniente, trabajaba contra las mafias dedicadas al robo de vehículos. Luego de un tiroteo, le abrieron un proceso penal por homicidio, que terminó con el otorgamiento de una medalla al valor: “En el mundo real uno casi nunca logra unanimidad alrededor de las buenas acciones”.

El relato es adictivo y vertiginoso. Bajo la férrea y ordenada conducción de Sánchez Cristo, las preguntas viajan desde finales de los años setenta hasta nuestro tiempo: una Colombia bajo fuego. Las respuestas de Naranjo pertenecen al género de historia viva. Son el testimonio, no solo de un protagonista, sino por encima de todo, de un hombre sensato, involucrado, sin duda, pero a un mismo tiempo sosegado y distante. Capaz de alejarse de los hechos y evaluarlos con generosidad y peculiar precisión.

El narco: poder entre poderes

Lo que comenzó como una incipiente actividad de seguimiento fue adquiriendo la categoría de estratégica unidad de inteligencia. Las preguntas de Sánchez Cristo y las respuestas de Naranjo se refieren todas a las cuestiones más noticiosas y sensibles: operaciones de grupos especiales; actuaciones en contra de narcos como Pablo Escobar y Rodríguez Gacha; las amenazas de los extraditables; las luchas con el M19; las campañas de guerrilleros y narcotraficantes; el proyecto de convertir a Colombia en un narco-Estado; las estrategias de desprestigio que los narcos ponían en movimiento para sacar del juego a Naranjo; los atentados, los carros-bomba, la penetración del sistema judicial; los asesinatos de personalidades como Luis Carlos Galán y Rodrigo Lara; los informantes, las delaciones, las filtraciones, las rivalidades de distinto carácter; los vaivenes en las relaciones con los sucesivos presidentes; la formación de agrupaciones como “los Pepes” (Perseguidos por Pablo Escobar) y la creación de los grupos paramilitares; el poderío de los carteles y también las luchas entre ellos; las mentalidades psicopáticas de algunos delincuentes; las relaciones de Naranjo con las agencias norteamericanas especializadas en la cuestión del narcotráfico; la penetración de los dineros de la droga en la política, en la fuerza militar y en la propia policía: no hay una línea en este libro que no informe, que no aclare, que no contribuya a la comprensión de una complejidad que escapa a todas las lógicas.

En Óscar Naranjo hay una especie de heroísmo que no debería pasar desapercibido: ha resistido, no solo a los cantos de la corrupción, sino algo más inusual en nuestro tiempo, que es su persistente apego a la prudencia. Ha evitado el exhibicionismo. Se ha regido por un cultivado espíritu de moderación. Si El cazador de la mafia es una lectura necesaria, lo es también por lo que advierte, por ejemplo, a países como Venezuela: el poder del narcotráfico puede ocupar hasta en los territorios más insondables de las instituciones y de la vida pública.


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