Los noctámbulos tiene la facultad de interrogarnos. El silencio que rodea a sus cuatro personajes sale del lienzo y nos alcanza. La indiferencia o la impasibilidad desaparecen. Esa soledad, de la que somos portadores en mayor o en menor grado, está plasmada allí. Tres clientes en la barra y un camarero cuyas miradas no se encuentran: no están en la cafetería sino en algún otro lugar de sus propios mundos. El cuadro fue realizado en 1942. Antes y después, en numerosas pinturas, Edward Hooper escenificó la soledad. Autómata fue pintada en 1927. Habitación de hotel en 1931. El Teatro Sheridan en 1937. Sol de la mañana en 1954. Digresión filosófica en 1959. Son obras de un observador que capturó la fuerza deshumanizadora de las urbes, y logró transformarla en objetos de contemplación.

Edward Hooper (1882-1967) es de esos artistas que, cada tanto, aparecen para dar forma a una época. En sus cuadros –incluso en sus marinas– los personajes no se comunican. Una sensación de vulnerabilidad les rodea. Ventanas en la noche, de 1928, sobrecoge: suma al espectador a una arremetida, al desconocimiento del derecho a la intimidad de las personas. En este caso, la intimidad de una mujer sola. Si hay un poder en esas pinturas es el del silencio impenetrable, silencios despojados de sentimentalidad.

En 1910 Hooper se instaló en Manhattan. Olivia Laing reconstruye las dificultades del artista que no tardaría en expresar la experiencia del aislamiento en su obra. “A pesar de la profunda sensación de aislamiento que produce, del íntimo peso que nadie puede comprender o compartir, la soledad es de hecho un estado comunitario, en el que vive mucha gente. Diversos estudios recientes señalan que más de la cuarta parte de los adultos de Estados Unidos sufre la soledad, con independencia de su educación y su origen étnico o racial”.

Andy Warhol, rodeado y solitario

La historia de Andy Warhol es uno de los engranajes de La ciudad solitaria. El que aparecía rodeado de una corte de amigos y admiradores era en realidad un solitario, que padecía de una enorme dificultad para dialogar. Paradójicamente, le apasionaba la conversación. Laing lo cita: “Los buenos conversadores me parecen hermosos, porque lo que de verdad me gusta es la buena conversación”. Warhol, que tuvo una infancia de adversidades, se instaló en Nueva York en 1949. Vivía en un espacio mínimo, en un ambiente de miserias. Era tímido, pálido, homosexual, en cierto modo, indeseable. Tuvo que abrirse paso en medio de considerables dificultades. Cuando se mudó a un apartamento más grande, donde vivió con su madre, llegó a tener 20 gatos.

“Cuando vio que las galerías lo rechazaban por ser demasiado afeminado, demasiado gay, agudizó su amaneramiento, el revoloteo de las manos y el contoneo al andar. Empezó a ponerse pelucas ligeramente torcidas, para que se notara que llevaba peluca, y exageró su torpeza verbal, farfullando entre dientes si es que alguna vez decía algo”. Se anticipaba a las burlas. Neutralizaba cualquier posible provocación. Convirtió su aspecto en un modo de jugar con su identidad. Así comenzó a tener seguidores. Su miedo a la intimidad luchaba con el terror a la soledad. Quería tener gente cerca, bajo cierta distancia. Necesitaba amor, pero no podía dormir con nadie. Stephen Shore, fotógrafo, cuenta: “Acaba de volver de una o de varias fiestas que habían durado toda la noche, enciende la tele y se queda dormido, llorando, con una película de Priscilla Lane. Su madre entra y apaga el televisor”.

Ese televisor sería el primer paso de un camino que convertiría las máquinas en herramientas de intermediación con el mundo. Sucedáneos. “Convertirse en una máquina, esconderse detrás de las máquinas, utilizar las máquinas como compañeras o directoras de la comunicación y la relación humana”. Detrás de ellas, podía resguardarse de los demás. La cinta magnética de su grabadora le permitía almacenar el universo de personas y experiencias que se aglutinaban a su paso.

La Factoría, el estudio que creó en 1963 –estuvo abierto hasta 1968– no solo era el lugar donde Warhol creaba sus serigrafías, sino un magnético espacio en el que se congregaban cineastas, artistas, poetas, estrellas del porno, músicos, bohemios, drogadictos, travestis y políticos radicales. Warhol trabajaba día y noche. La mayor parte del tiempo el lugar estaba abarrotado. Mientras algunos trabajaban, otros consumían anfetaminas y otros simplemente se instalaban allí a pasar el tiempo. “Creo que aquí, en La Factoría, estamos en un vacío: es genial. Me gusta estar en el vacío; me permite estar solo para trabajar”.

Warhol es emblemático del doble vínculo de la soledad con los fallos del lenguaje. Los equívocos y las interrupciones, no solo podían afectar la comunicación con los demás sino también divertir: deformaban la lengua, daban lugar a parloteo, a chistes y juegos de palabras. Grababa ese interminable palabrerío. Se alimentaba de él. Muchos compartían la ilusión de que en aquel lugar se sentían en casa. Warhol repetía, “qué bonito, qué bonito”. Nada les censuraba. El 3 de junio de 1968, una de esas visitantes, Valerie Solanas, disparó dos veces a Warhol, quien salvó su vida milagrosamente. Solanas sufría de esquizofrenia. Warhol murió en 1987. Ella, que vivía en condiciones de soledad e indigencia, murió un año más tarde.

David Wojnarowicz

David Wojnarowicz (1954) fue un artista múltiple: hizo fotografía, pintura, instalaciones, películas, performances, libros y más, enfocados en las turbulencias de la soledad y las relaciones humanas. Fue un destacado activista contra el sida, autor de la famosa serie Arthur Rimbaud en New York: usando una máscara con el rostro del poeta francés, hizo autorretratos y retrató a algunos de sus amigos. La elección de los sitios donde se realizaban las tomas es una de las claves: lugares emblemáticos de su dura vida.

Sus años de infancia y adolescencia escapan de cualquier calificación. Al horror le seguía el horror. “La violencia arrasó su infancia como un incendio, lo destruyó y lo vació por dentro, y dejó profundas cicatrices. La historia de la vida de Wojnarowicz es rotundamente una historia de las máscaras: por qué podrías necesitarlas, por qué podrías desconfiar de ellas, por qué podrían ser necesarias para la supervivencia, también tóxicas, también insoportables”. Un episodio basta para sugerir cuántos extremos fueron rotos: siendo un niño se colgaba de la cornisa, solo con sus dedos, desde un séptimo piso. Era uno de sus juegos. Homosexual, se prostituía para vivir. No hablaba. En las noches, junto a un amigo de la época, recorría Manhattan destruyendo cabinas telefónicas. Cuando dejó las calles, y empezó a tener otra vida, entendió que no tenía nada en común con las personas que conocía. Era incapaz de expresar sus emociones. Fue un solitario contumaz. El arte y el sexo practicado de forma indiscriminada en los muelles de Nueva York, fueron sus válvulas de escape. Más adelante, cuando supo que había adquirido el sida, se convirtió en activista hasta su muerte en 1992.

Henry Darger

La historia de Henry Darger (1892-1973) es un referente entre los seguidores de las artes visuales. Nació en uno de los barrios más pobres de Chicago. Perdió a su madre a los 4 años, al momento de nacer su hermana. La niña fue entregada en adopción. Su padre murió cuatro años más tarde. A los 17 años Darger escapó de un psiquiátrico y encontró trabajo en un hospital donde realizaba las faenas más duras. Allí trabajó por seis décadas.

Tenía 40 años cuando, en 1932, alquiló una habitación ubicada en un ruinoso barrio de trabajadores. Allí vivió otros cuarenta años. En 1972, octogenario, tuvo que ingresar a un hospital, el mismo donde había muerto su padre. Cuando el casero decidió limpiar el lugar, le pidió ayuda a Berglund, otro inquilino: había descubierto que Darger guardaba montones de periódicos, zapatos viejos, botellas vacías y centenares de otros objetos, piezas insólitas de un coleccionista de desechos. “En algún punto de este proceso, Berglund empezó a desenterrar obras de un resplandor casi sobrenatural: preciosas y desconcertantes acuarelas de niñas desnudas, con pene, que jugaban en paisajes de colinas ondulantes. Algunas describían cautivadoras imágenes propias de cuentos de hadas, como nubes con caras y criaturas aladas que retozaban en el cielo. Otras eran coloridas descripciones de torturas en masa exquisitamente escenificadas, que concluían en delicados charcos de sangre roja”. Berglund buscó al fotógrafo Nathan Lerner para obtener una opinión sobre la calidad del material encontrado. Lerner fue categórico: era extraordinario.

Había más de 300 cuadros, y la que ha sido calificada como la obra de ficción más extensa jamás escrita: más de 15.000 páginas de La historia de las Vivian, en lo que se conoce como los Reinos de los Irreal, sobre la guerra-tormenta glandeco-angeliniana causada por la rebelión de las niñas esclavas. No me referiré aquí a la trama, ni al debate que la misma ha provocado sobre su posible carácter fantasioso o demencial o pedófilo o sádico. Ni tampoco a otras novelas que escribió, ni a su diario, cuestiones que Laing comenta con prolijidad.

Darger murió en abril de 1973. Tenía 81 años. Cuando Lerner le visitó y le preguntó sobre su obra, apenas dijo: Ya es demasiado tarde. A lo largo de los años, este artista marginal ha sido un recurrente sujeto de interpretaciones, que intentan explicar quién era y qué significa su obra. Autismo, esquizofrenia, mentalidad de asesino múltiple, insania y muchas otras han sido parte de los dictámenes. El silencio de Darger ha sido tierra sembrada para las interpretaciones. Aunque parece inequívoco que vivió bajo un padecimiento mental, Laing hace un señalamiento que guarda interés: las múltiples lecturas que se han hecho de Darger y su obra son una muestra de la inquietud que causa el impacto de la soledad en la psique.

Notas de cierre

La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo (Capitán Swing Libros, España, 2017) no es libro de un solo recorrido. Su camino está poblado de relatos de otros solitarios (como Klaus Nomi o Nan Goldin); de incursiones sobre el feminismo o la homosexualidad; de análisis de las redes sociales como proveedoras de falsas o ilusorias identidades digitales; de excursos dedicados al cine de Alfred Hitchcock o al encierro de Greta Garbo; y hasta de las propias experiencias de soledad de la autora, durante los meses que vivió en Nueva York tras un desengaño amoroso. Es un material fecundo: ensayo narrativo que se surte de lo testimonial.

Desde la muerte de estos cuatro artistas, la soledad en las urbes se ha expandido hasta adquirir las proporciones de una epidemia. Aunque el libro de Laing se concentra en una de sus vertientes, el vínculo entre soledad y creación artística, su eco concierne al estado de cosas en nuestro tiempo. Una de las cuestiones que cabría debatir es la perspectiva que la autora adopta en su relato: proclive a cierto victimismo, no tajante pero sí consistente. En su dispositivo mental parece predominar una estructura binaria: los grandes nombres –el poder, las instituciones, la sociedad, los gobiernos, las familias–, por una parte, y los solitarios, víctimas en alguna medida, de la acción, omisión e indiferencia de aquellas.


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