La escritura de los sueños bien podría calificar como un género en sí mismo. Es, por excelencia, un transgénero. Pero, me parece, un transgénero de la aproximación. Asir un sueño no es posible, tampoco narrarlo en cada uno de sus contornos. A ellos nos aproximamos, justo antes de que se sumerjan en el olvido. Narrar un sueño guarda sus propias dificultades. Lo opaco es tan relevante como lo nítido. Lo reconocible es inseparable de lo irreal. La más eficaz de las prosas descriptivas resulta un instrumento limitado. Al sueño lo enriquecen las palabras, los usos poéticos, las imágenes y las metáforas. Pero hay algo más, esencial: narrar un sueño no es nunca inocente. Quien lo narra lucha por explicarlo, por encontrar una conexión con lo real, con la biografía o con los deseos. Por eso el sueño también tiene algo de tanteo, de ensayo. Quien lo escribe expresa una ilusión: quiere descifrar, establecer una conexión, atrapar una hipótesis. Se trata, a fin de cuentas, de saber si existe un Orden del sueño.

Michel Leiris (1901-1990) persiguió sus propios sueños con disciplina. Basta con verificar su fecha de nacimiento para suponer lo obvio: formó parte de las vanguardias parisinas. Sus años jóvenes coincidieron con el tiempo en que la literatura abrazaba al inconsciente. Tuvo a André Masson como su mentor; fue amigo de Max Jacob, Robert Desnos y George Bataille; colaboró con el movimiento surrealista, hasta que rompió con Breton en 1929 (romper con Breton: práctica inherente a la época de las vanguardias). Además, fue etnógrafo y, si cabe, hombre de la política y los asuntos internacionales. Su escritura se diversificó: incursionó en lo autobiográfico, la crítica de arte, la crítica musical –era un jazzofilo cultivado–, la ciencia, los viajes y lo onírico. Noches sin noche y algunos días sin día (Editorial Sexto Piso, México, 2017) reúne sueños anotados entre 1923 y 1960.

Anotar los sueños, con la voluntad de Leiris, es como darle forma a una segunda biografía hecha de imágenes inquietantes, escenas insólitas, datos indescifrables, modalidades del espacio y del tiempo fuera de las lógicas de lo diurno. El sueño escapa a la uniformidad. Aunque existan elementos que reaparecen, no genera tipologías. Cada sueño es un sumun de especificidad que queda abierto e inconcluso. El que aparezcan como relatos –como una pieza narrable– es una ilusión: muy rápidamente el sueño se deshilvanará o se trocará en pesadilla.

Dobles (“al entrar en mi habitación, me encuentro a mí mismo sentado en la cama”); el acecho de la muerte; movimientos en planos y terrenos imprecisos; acción de alguien dormido; escenas con amigos o con su esposa; sorpresivas coincidencias; conversaciones sobre escritores (“que Parny es un poeta más grande que Baudelaire”); desespero por despertar (“previendo espantosas torturas y percatándome de que estoy soñando, quiero despertar”); caída en espacios que Leiris describe como “hemisferio cóncavo”; escenificaciones de lo erótico; naturalezas inmóviles; sueños dentro de otros sueños; museos que devienen en prisiones; momentos de peligro (“Hay que atravesar un paso formado por nidos de buitres”); animales enormes y amenazantes; modificaciones corporales (“durante el recorrido, mi cabeza se afila más y más contra la pared interior del tubo, como sobre una piedra de amolar”); ceremonias que surgen sin anunciarse; momentos en que el sueño se confunde con la duermevela; y así: el desempeño onírico de Leiris es fuente de abundancias.

Del 20 al 21 de noviembre de 1923, anota: “Corro campo a través, persiguiendo mi pensamiento. El sol bajo en el horizonte, mis zancadas sobre las tierras labradas. La bicicleta tan fina y tan ligera en la que me monto para ir más rápido”. Este sueño me sugiere una idea: anotar los sueños es como perseguirlos. Pero el sueño siempre escapa. Conserva intacta su autonomía. Se le quiere fijar con palabras porque cada sueño guarda algo precioso. Alguien podría preguntarse entonces por la finalidad de registrar los sueños. A ello se podría contestar: como cuando vamos a la orilla de la playa, juntamos las manos, cargamos un poco de agua, solo por el placer de que se deslice entre nuestros dedos, mientras la vemos caer hacia la vastedad de las aguas, así, los sueños: los narramos para verlos perder dentro de nosotros mismos.


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