La primera virtud que cabe reconocer a El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo (Turner Publicaciones; traducido por José Adrián Vitier; España, 2018) es el considerable conocimiento que ordena. Para alcanzar uno de sus propósitos medulares –narrar el brutal retorno de Rusia al totalitarismo, después de los años de Mijaíl Gorbachov y Boris Yeltsin–, Masha Gessen evadió las rutas más transitadas.

El futuro es historia no se limita a seguir la cadena de los hitos políticos. Tampoco es una pura secuencia de crónicas sobre el estado de la vida cotidiana en Rusia. No apela de forma exclusiva a testimonios. Ni es un estudio concentrado en desglosar la realidad rusa, bajo el prisma de la opinión pública y la sociología política. Es, y por ello es un libro excepcional, todas estas cosas a un mismo tiempo.

La mente prodigiosa de Gessen ensambla estas y otras corrientes de contenido –por ejemplo, confronta distintas definiciones de totalitarismo–, con una fluidez narrativa más próxima a la ficción que al ensayo. La maestría con que teje los más diversos materiales configuran un tapiz de innumerables relieves, contrastes, coloridos e ideas. Gessen no se detiene en la superficie: va al fondo. Más que denunciar, su propósito es mostrar la complejidad de lo ocurrido en Rusia, desde comienzos de los años ochenta hasta nuestro tiempo.

Las siete personas a las que sigue la pista –Zhanna, nacida en 1984; Masha, también de 1984; Seriosha, en 1982; Liosha, en 1985; Marina, psicoanalista; Lev Gudkov, eminente sociólogo; y Aleksandr, activista político– no son meras ilustraciones: son los relatos de vida que nos instalan en el vínculo entre individuo y sociedad, y que dan forma real a la cuestión de cómo la llegada de Putin al poder se ha impuesto sobre cada existencia con una determinación irremediable. Son esas vidas las que aportan la peculiar vibración de este ensayo, que obtuvo el National Book Award 2017, de Estados Unidos.

Todo o nada

El futuro es historia es un ensayo de matices. En un mundo concebido para despojar a las personas de la capacidad para elegir su propio destino, muchas vidas transcurren en las fronteras entre lo permitido y prohibido, lo sugerido y lo taxativo, lo conveniente y lo inconveniente, las certidumbres y los riesgos, la sumisión o la desobediencia, lo legal o ilegal, lo rusófilo o la traición, lo que equivale a decir, entre aceptación o rechazo, resistencia o adaptación al régimen. Hay que considerar esto: desde 1917, el marco histórico y cultural, salvo las etapas de deshielo de Jrushchov, y los años de Gorbachov y Yeltsin, ha sido de dominación feroz de la sociedad. El ascenso de Putin en el año 2000 ocurre por la reactivación de unas corrientes que nunca perdieron el poder del todo, y que volvieron con determinación, aglutinadas alrededor de un coronel poco conocido, que venía de dirigir la policía secreta desde 1998.

Homo Sovieticus: súbdito ideal

Entre los aportes más valiosos de Gessen está el uso intenso que hace de fuentes rusas, de pensadores como Yuri Levada, y de uno de sus discípulos, Lev Gudkov, uno de los siete protagonistas del libro. Gessen recuerda que fue Levada quien demostró lo extendido del fenómeno del doble-pensar en la sociedad rusa: la brecha entre comportamiento público y comportamiento privado. Levada sostenía que cada régimen da forma a un tipo humano que hace posible su estabilidad y perpetuación. El autoaislamiento, el paternalismo de Estado dan forma al Homo Sovieticus: “de la misma manera que la Unión Soviética se rodeó a sí misma con el Telón de Acero, el ciudadano soviético se aisló de todos aquellos que constituían el Otro y en los que por tanto no podía confiar”. Premiado por su obediencia, conformismo y sumisión, y privado de su individualidad y de su capacidad para interactuar, adquirió un carácter solitario, que se adapta a los vaivenes y a la mitología del poder, súbdito ideal del Estado totalitario.

En una investigación citada por Gessen aparece con total nitidez el doble-pensar propio del Homo Sovieticus (“Nosotros fingimos que trabajamos y ellos fingen que nos pagan”). En una muestra de 2.700 personas el estudio no encontró ideólogos que creyeran en el futuro del comunismo, pero sí personas sin doctrinas o credos profundos, concentradas en el objetivo de sobrevivir, la mente entrenada en el doble-pensar. “El Homo Sovieticus estaba atrapado en una infinita espiral de mentiras: fingiendo ser, fingiendo tener, fingiendo creer y fingiendo todo lo contrario”.

Imparable Putin

Durante los años en que Yeltsin estuvo en el poder, las tensiones de lo incierto se fueron acumulando en Rusia. Las familias habían aumentado sus ingresos, pero ello no alcanzaba para cumplir con sus deseos de consumo. El apetito desbordado encontró en las pirámides financieras una promesa de dinero fácil y millones fueron estafados. Apareció una riqueza ostentosa. En 1994 Rusia le declaró la guerra a Chechenia para detener el movimiento separatista. La popularidad de Stalin se situaba en tercer lugar, después de Gorbachov y Yeltsin. El futuro se avizoraba incierto o amenazante. Crecía la nostalgia por el sueño de una Rusia de grandezas. Aunque Yeltsin ganó las elecciones de 1996, su poder disminuía. En agosto de 1998 se produjo la crisis financiera rusa.

En el momento en que Yeltsin renunció, el 31 de diciembre de 1999, dado que así estaba establecido en la Constitución, Putin se convirtió en presidente interino. Las elecciones de marzo de 2000 las ganó con casi 53% de los votos. En las de marzo de 2004, con casi 72% de los votos. Puesto que no podía presentarse otra vez, puso a Dmitri Medvédev de candidato: este ganó las elecciones y Putin dirigió el gobierno como primer ministro. Otra vez candidato en las elecciones de 2012, Putin ganó con casi 64% de los votos, pero esta vez hubo denuncias de fraude. En las recientes elecciones de marzo de 2018, las acusaciones se repitieron tras su triunfo con 77% de los votos.

En 1999, un estudio preguntó a los rusos si preferían que las cosas volvieran a ser como antes de 1985 –es decir, antes de la perestroika– y 58% respondió que sí. Ese mismo año, 26% dijo que el período de Stalin había sido positivo para el país. Putin, encarnación del hombre fuerte, instauró rápidamente una “militarocracia”. Sus primeros pasos apenas dejaron margen para las dudas: comenzaron los controles sobre los medios de comunicación y de la economía. Dos propietarios de cadenas de televisión debieron exilarse. Los programas en los que se burlaban del Kremlin desaparecieron. Tras el arresto de Mijaíl Jodorkovski, el hombre más rico de Rusia, su compañía petrolera fue expropiada. Las actitudes anti-Estados Unidos volvieron.  El aumento de los precios del petróleo trajo una bonanza que fortaleció a Putin.

A lo largo de los 18 años que, hasta ahora, ha durado su mandato, Putin ha atornillado todos los instrumentos de su poder. Ha dado forma al fantasma de la amenaza externa: Estados Unidos. Los gobernadores pasaron a ser designados y no elegidos. Las protestas han sido sistemáticamente reprimidas. La censura y la autocensura se han institucionalizado. Muchos de los opositores han sido empujados al exilio. Las prácticas de guerra sucia han logrado sonoros triunfos. La corrupción se ha extendido sin controles. Partidos políticos opositores han sido ilegalizados. Se han creado leyes que someten a las organizaciones no gubernamentales a trámites kafkianos y al cumplimiento de requisitos desproporcionados. Las trabas para la participación electoral son simplemente insalvables. La política de castigar a un pequeño sector de la población para neutralizar a la mayoría ha funcionado. Putin ha destruido el espacio de la protesta. La sociedad totalitaria vive bajo el gobierno de un Estado mafioso.

Gessen cita un iluminador comentario de Gudkov sobre el doble-pensar: “Una fragmentación habitual, casi pasiva, que se daba cuando las personas tenían ideas diferentes, con frecuencia profundamente contradictorias, en diferentes momentos y en diferentes situaciones: es decir, pensaban lo que necesitaban pensar con tal de encajar en un momento particular”. Los propósitos de Putin, de hacerse con el control total de la sociedad, sostiene el mismo Gudkov, tienen en el Homo Sovieticus su recurso principal, configurado por décadas en la conducta en la cultura del doble-pensar.

En una entrevista de 2005, concedida por Alexander Nikolaevich Yakolev, quien fue la más alta autoridad del Partido Comunista en los ámbitos de ideología y propaganda, le preguntaron por qué tantos rusos idealizan el pasado. Entonces respondió: “Es el principio del líder. Es una enfermedad. Es una tradición rusa. Tuvimos nuestros zares, nuestros príncipes, nuestros secretarios generales, nuestros jefes de las granjas colectivas, y así sucesivamente. Vivimos con miedo al jefe. Piénselo: no tenemos miedo a terremotos, inundaciones, guerras o ataques terroristas. Tenemos miedo a la libertad. No sabemos qué hacer con ella”.


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