Corro el riesgo de falsear la varia y delicada trama de En la ciudad líquida. Derivas, interiores y exilios (Penguin Random House Mondadori, España, 2017), si me refiero a él como libro de viajes. Y, aunque puede leerse como una sucesión de relatos de viaje, menos que la sensación de movimiento, de ansiedad por alcanzar el próximo destino, que es el motor interior de tantos libros de viajes –tal la lógica trazada por Julio Verne en La vuelta al mundo en ochenta días–, este de Marta Rebón responde a otro sentido.

Morosidad, apropiación de lugares e historias, anotaciones de sensitiva visualidad. Viajar aquí es detenerse, establecer un vínculo, crear una habitación en la memoria. No se viaja solo a descubrir, también a constatar, a cerrar la brecha entre el conocimiento previo y las realidades in situ. El viaje da forma a lo soñado, a lo prefigurado, a lo leído. Rebón viaja y recuerda pistas de escritores viajeros: “Casi todos los escritores que han sido y son referentes para mí han tenido, o tienen, una relación especial con leguas y países diversos: son viajeros y traductores, han conocido el exilio, tanto interior como exterior”.

Marta Rebón es traductora, premiada por su desempeño. Ha vertido del ruso al español y al catalán a Lev Tólstoi, Fiódor Dostoievski, Vasili Grossman, Liumila Ulítskaya, Yuri Dombrovski, Mijaíl Bulgákov, entre otros. Y, como es medular en los traductores de vocación, hay en su modo de leer algo sustantivo. No solo: también ejerce la crítica literaria y es fotógrafa, oficios que concurren, de forma activa, En la ciudad líquida: viajar es un modo de enriquecer y amplificar la tarea de traducir. Hay un cordón que une al viaje con la escritura. Rebón cita a Rilke: “Para dar a luz un solo verso hay que haber visto muchas ciudades, hombres y cosas, hay que conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan las aves y sabe con qué ademán se abren las flores pequeñas al amanecer”.

Visita ciudades –en los textos le habla a Ferrán Mateo, compañero de viaje, fotógrafo, autor o coautor de varias de las fotografías que forman parte de cada relato–; piensa en el oficio de traducir (“ocuparse de traducir libros es como enfundarse a diario el mono del buzo. Hay que sumergirse en las profundidades de una voz ajena que, si es lo suficientemente embriagadora, sugestiva e inteligente, logra hundirte en una placentera suspensión del tiempo, como si flotaras en una suerte de líquido amniótico”); reflexiona sobre el destino de los escritores (“en ningún lugar como en Rusia se ha llegado a tales extremos para aniquilar, por cualquier medio posible, a sus escritores”).

Por ejemplo: habla de San Petersburgo –la ciudad líquida a la que refiere al título del libro–, de su historia y sus poetas, de sus espacios y sus noches blancas (“fue creada para ser observada”). La recorre, la retrata, la redimensiona hasta que ella adquiere un carácter habitable. Como si fuese un lugar propio. Un campo magnético para recuerdos y emociones.

La ciudad opera como punto de partida y lugar de arribo. La lectora se constituye en una presencia incesante: Pitol, Chatwin, Tolstoi, Grossman, Pasternak, Nabokov, Pushkin, Mandelstam, Ajmatová, Chukóvskaia, Dostoievski, Woolf, Tsypkin, Brodsky, Shalámov, Dombrovski, Solzhenitsin, Chéjov y tantos más, encuentran un lugar en estas páginas. Rebón hace lo que es privilegio de los buenos lectores: recapitula, cita, incita, nos devuelve a libros que, quizás –como Verano en Baden-Baden de Tsypkin–, aguardan para ser redescubiertos.

Pero hay algo fundamental que debo añadir a este comentario: En la ciudad líquida es también un libro visual. Su recorrido es también fotográfico. Centenares de fotografías tomadas por Marta Rebón, por Ferrán Mateo, por Rebón & Mateo, provenientes de archivos, museos u otras fuentes potencian la elocuencia del texto. Imágenes y palabras resultan inseparables para el lector que acepte recorrer el libro en su peculiar tempo: un paseo, con la morosidad debida, que haga posible regodearse en todo lo que la conjunción ofrece.

En la ciudad líquida hay dos rasgos que quiero explicar. Uno, su elegancia. Otro, su hospitalidad. Lo primero: Rebón logra la fluidez y la disposición armónica del conjunto. No se producen aglomeraciones. Los elementos textuales y fotográficos se experimentan como inseparables. Hay una visualidad sustantiva, irreducible: sin el dispositivo fotográfico, este sería un libro distinto.

Lo otro: los libros de viajes tienen, según me parece, una cualidad secreta: son reafirmaciones. Por momentos, como en Chatwin, Kracauer o Theroux, tienen un fondo excluyente. Son textos que sueñan con un cliente de un específico espectáculo: el del turista corajudo, audaz e ingenioso. Sus libros de viajes son extraordinarios, entre otras razones, porque sus autores hacen malabares. Sacan conejos del bolsillo. Encienden petardos que los iluminan a ellos mismos. En su fondo dicen: lee con atención porque este viaje no lo harás nunca.

Esto es distinto: como si Rebón dijera al lector, hazte parte. Entra y recorre estos lugares, que también son tuyos. Pasea por este libro a tu antojo, porque todo él esta lleno de puertas y ventanas abiertas.


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