Conviven en este libro el lector de Spinoza, el dibujante, el memorioso, el teorizador de las artes visuales, el hombre sensible a la naturaleza, el cronista, el ensayista y el individuo de irreducible inquietud. El cuaderno de Bento (Editorial Alfaguara, Random House Mondadori, España, 2012) sobrepasa los límites de las clasificaciones. Es, en su escala, una especie de libro de las muchas cosas, un gabinete personal, donde el autor se expresa con muchos de los recursos a su disposición.

El Berger más pródigo: lo que comienza como una evocación del filósofo judío sefardí Baruch Spinoza (1632-1677) –la pregunta irresoluble de qué dibujaba en los cuadernos que desaparecieron tras su temprana muerte–, despeja la escena para que se sucedan, con fluida naturalidad, comentarios sobre la experiencia de dibujar (“quienes dibujamos no solo dibujamos a fin de hacer algo visible a los demás, sino también para acompañar a algo invisible hacia se destino insondable”); dibujos de cuerpos, rostros, flores y objetos, de trazo nervioso y tonalidades en las que predominan el negro, el gris y el sepia; citas del pensamiento de Spinoza, provenientes de su Ética; breves crónicas de encuentros que, a su vez, dan paso a excursos sobre temas que le conciernen, por ejemplo, el vaivén de su ánimo al momento de abordar la restauración de un cuadro dañado como consecuencia de una inundación doméstica (“Tenía que pintar con mayor libertad. Pero no podía tratar el cuadro como si fuese mío; era de Kleber. Mucho más suyo de lo que hubiese podido imaginar previamente. Si no pintaba con libertad, no volvería la luz al cuadro”).

No es una colección de fragmentos. Es una sucesión de piezas enteras, compactas, vibrantes. Uno de sus sellos consiste en esto: la habilidad para pasar de lo conceptual a lo íntimo, de lo reflexivo a lo confesional. Berger narra, con pinceladas vivaces y cargadas de humor, la visita a un museo. Se detiene ante un retrato de Willem Drost, discípulo de Rembrandt. La mujer del cuadro no mira al espectador, mira al hombre que desea, posiblemente el mismo Drost. A continuación, escribe Berger: “Me hizo recordar algo que por lo general no suelen recordar los museos. Que te deseen –si el deseo es además recíproco– te hace audaz. Ninguna armadura de las salas de la planta baja ofreció nunca a quien la llevara puesta una sensación de protección comparable. Ser deseado es tal vez lo más parecido que se pueda alcanzar en esta vida a sentirse inmortal”.

El cuaderno de Bento me empuja a la idea de libre albedrío. Berger irradia personalidad: creativa, expedita, antojadiza, permeable a cuanto le rodea. En sus predios, todo resulta susceptible de diálogo. Luego de tomar un bus hasta Trafalgar Square, anota: “La plaza, a diferencia de muchos otros puntos de reunión famosos de otras ciudades, como la Bastilla, en París, es, pese a su nombre, completamente indiferente a la historia. Ni recuerdos ni esperanzas dejan aquí sus huellas”.

La variabilidad de los temas de su recorrido, elaboración de una especie de teoría afectiva del relato; el análisis comparado entre la danza del vientre y el strip-tease, la de un baile introvertido y otro extrovertido; la historia imposible de una anciana proveniente de Camboya, a la que conoce en una piscina pública; así como los dibujos que intercala aquí y allá, pueden conducir al lector, como me ha ocurrido a mí, a la pregunta sobre la tensión posible entre plan e improvisación. En concreto: ¿El cuaderno de Bento es la materialización de una compleja arquitectura, urdida y definida en cada uno de sus tramos? ¿O, como lo sugiere el tono desprendido de su prosa, fruto de un experimentado talento improvisador?

La luminosidad de estas páginas proviene del entrecruzamiento de las dos energías. Mi sensación es esta: sobre la urdimbre de una plantilla diseñada con primor –secuencia de temas/episodios sobre los que necesitaba escribir, citas extraídas de una cuidadosa lectura de Spinoza, dibujos que quería reproducir– Berger escribe con una soltura tal –hay un profundo parentesco entre el trazo ágil y enfático de sus dibujos y el andar de su prosa–, que puede provocar la sensación de lo magníficamente improvisado. Y, aunque ese pálpito está presente, tiendo a pensar que la perfección narrativa alcanzada en El cuaderno de Bento es fruto del rigor. Un banquete escenificado a partir de disciplinas. Un libro cargado de encanto y de los antiguos oficios de John Berger (1926-2017).


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