El lugar del que parte La mujer en silencio (Editorial Gedisa, España, 2017) es lo insondable del alma. La más prolongada y sensible aproximación al Otro apenas alcanza sus bordes. Si las personas somos, como sostienen algunas teorías, capas que envuelven el nudo de nuestra verdad, quizás nadie accede nunca a la verdad del ser. Ni siquiera a la propia verdad, que también permanece oculta a la introspección.

Quizás sea abusivo afirmar que la literatura nos ha provisto de algunas excepciones a esa imposibilidad. Más razonable es señalar, por ejemplo, que, al leer la poesía, los diarios y las cartas de Anne Sexton –una masa de escritura entretejida–, se alcanza a vislumbrar algo de aquello que vive muy adentro de su ser: la fragilidad, el desgarro, lo incontenible de las pulsiones. Algo de esto inasible, más disperso y desarticulado, está en los diarios de Susan Sontag, en los que hay centenares de anotaciones instintivas, escritura apurada del vaivén interior. Ese intersticio que se interna entre lo inmediato y lo instintivo, entre la condición prosaica de lo cotidiano y la desesperación que causa la exigencia de vivir, hacen de los diarios de Katherine Mansfield, fuente insuperable para entrever el flujo entre vida y obra.

Pero todo esto puede resultar también profundamente equívoco. Investigar los hechos de una vida, estrujarlos hasta obtener de ellos alguna conclusión, convertir en razonamientos lo que no es más que titubeo, puede conducirnos a la especulación infundada, a la deformación del Otro. En los procedimientos del biógrafo, como en los del periodista, subyacen riesgos considerables. La mundo-visión del biógrafo, sus hipótesis preliminares, la calidad y cantidad de sus fuentes, la plasticidad y cualificación de su mundo interior, todo ello, a la postre, cristaliza en el texto. Cada biografía es como un delta fluvial, corriente de aguas y sedimentos provenientes de muchas fuentes, incluso las del biógrafo.

En la primera página de La mujer en silencio. Sylvia Plath & Ted Hugues, Malcolm copia un párrafo que proviene de un prólogo escrito por Hugues a los diarios de Plath. De esa cita, más extensa, copio un par de frases: “Nunca la vi mostrar su auténtico yo a nadie; a no ser, quizás, en los tres últimos meses de su vida”. La tesis de Hugues es que el auténtico yo, al menos el de quien fue esposa, solo se manifestó en su escritura.

Pero Malcolm no tarda en preguntarse por la legitimidad de Hughes, quien destruyó una parte de los diarios de Plath bajo el argumento de que no quería que sus hijos los leyeran. En febrero de 1963, mientras los niños dormían a pocos metros, Plath, que entonces tenía 30 años, introdujo su cabeza en un horno y murió por la inhalación del gas. Meses atrás se habían separado. Hugues tenía otra mujer. Aquellos hechos pesarían en él hasta su muerte, 35 años más tarde, en 1998.

La irradiación del suicida

La historia de Plath y Hugues, ambos poetas, cargada de inagotables aristas, es inseparable del suicidio de ella. Guarda el magnetismo y el espesor irresoluble de quienes toman la decisión de poner fin a su propia vida. Sobre Plath y Hugues han llovido articulillos y ensayos, especulaciones y biografías, sentimentalismos y panfletos.

El de Malcolm, ineludible desde que fue publicado en 1993, pone en cuestión los procedimientos del género biográfico, a partir de la revisión de varios de los libros que existen sobre la constelación Plath y Hugues. Dice: “Rara vez se reconoce la naturaleza transgresora de la biografía”. Hay una pulsión en la sociedad a inmiscuirse en la vida ajena. En alguna medida, el biógrafo está bajo el influjo de esa presión. Es una de las dificultades. La otra la constituyen los parientes. En el caso de Plath, no solo el alejarse de Hughes, sino especialmente la conducta de la hermana de este, Olwyn Hughes, que ha actuado como un cancerbero de su hermano, y ha arremetido en contra de las interpretaciones que le han resultado inaceptables en su criterio.

Malcolm anota una realidad de orden socio-cultural: Plath –también ella– crecieron en una época que imponía a las mujeres un constante simular. “Plath encarna de un modo vivo, casi emblemático, el carácter esquizoide del período. Ella es el yo dividido por excelencia”. Pero el núcleo al que se dirigen sus lecturas e indagaciones, es al modo en que ensayistas y biógrafos han interpretado y arriesgado hipótesis, basadas en dos cuestiones casi imposibles de desentrañar: la precariedad de su salud mental y las causas por las que se suicidó. En vez de precaución, el caso Plath ha sido pasto de especulaciones y abusos.

Hughes versus Plath; Plath versus Hughes

Por ejemplo: hay autores que conocieron a la pareja Plath & Hughes, que parten de sus recuerdos, de lo que vieron en alguna ocasión de carácter social. Hay afirmaciones, como la de Al Álvarez, quien sostiene en El Dios salvaje que Plath organizó una escena de suicidio para que la encontrasen y salvasen, pero la sumatoria de un conjunto de pequeños eventos terminó por imponerse y facilitó que el suicidio se consumara. Álvarez habría marcado el tono promedio imperante que define a Hughes como un “traidor desalmado” y a Plath como “abandonada y maltratada”.

A partir de esta escenificación binaria, Hughes versus Plath, se activaron una serie de conductas: Hughes adoptó una estrategia: escurrirse, distanciarse todo cuanto le fuese posible, interponer a su hermana para alejar a curiosos y preguntones de oficio. Aparecieron textos cargados de rumores, chismes y fantasías que se pretendían dotados de fundamento. Escribe Malcolm: “Empezaron a unirse profundas patologías de la biografía y del periodismo, y a engendrar nuevas y virulentas cepas de bacilos de mala fe”.

Malcolm aborda la cuestión en sus múltiples corrientes de complejidad. Muchos, y ella también, se han preguntado por las emociones de Hughes frente a estos hechos. Otro factor incitador: el tono desagradable que atraviesa Ariel, libro de Plath publicado en 1965, dos años después del suicidio. Otro elemento: la historia contenida en la novela La campana de cristal –es el relato de una depresión, que incluye electrochoques y un intento de suicidio–, lo que sembró un campo de dudas hacia la posible responsabilidad de la familia en los padecimientos de Plath. La publicación de Cartas a mi madre, en 1975, también desempeñó un papel en el sentido señalado: “Al exponer al examen del mundo las cartas de su hija, Mrs. Plath no solo violó la intimidad como escritora de Plath, sino que ofreció a la propia Plath al mundo como un objeto que pasaba familiarmente de mano en mano. Ahora todo el mundo podía considerar que ‘conocía’ a Plath; y, por supuesto, también a Hughes”. Tras su muerte, la familia Plath se comportó de modo ambivalente: por una parte, rechazaban que se ventilaran historias de Sylvia en artículos y libros, pero por la otra, autorizaron la publicación de sus cartas y diarios.

La biografía, campo minado

Escribir sobre Plath, además, supone eludir numerosos riesgos. “En Mrs. Plath, Ted Hughes y Olwyn Hughes el periodismo encontró, y continúa encontrando, tres blancos extraordinariamente atractivos para su sadismo y reduccionismo”. Cada uno de los Hughes y los Plath, en su particularidad, fueron –o son– personas afectadas por el suicidio de Sylvia. Sentencia Malcolm: “Quienes sobreviven a suicidas nunca se recuperan”.

Nuestro interés por los muertos no es un nunca accidental. “Elegimos a los muertos debido a nuestros lazos con ellos, nuestra identificación con ellos. Su desamparo, pasividad, vulnerabilidad son nuestros”. Con los suicidas la atracción adquiere otros matices. Se ha escrito mucho alrededor de la cuestión de cómo el suicidio tamiza la lectura de la obra.

La segunda y la tercera parte de La mujer en silencio pone su foco en los desafíos del género biográfico (“cómo escribir sobre personas que ya no pueden cambiar el modo en que son percibidas por sus contemporáneos, que aparecen congeladas en ciertas actitudes antinaturales o desagradables”), en las operaciones de montaje y desmontaje de las vidas de otros, en las activas presiones, todo un catálogo, que operan sobre el investigador o el biógrafo. De la numerosa paleta de obstáculos, es probable que ninguno sea tan desestabilizador como las ambivalencias y versiones contradictorias que el biografiado deja tras su muerte. Sopesar esa información, encontrarle un sentido, encajar unas piezas con otras, bien puede sobrepasar a las mejores intenciones. Así, la biografía debe ser entendida como un género de la inseguridad epistemológica, donde las cuestiones más sustanciales siempre podrían ser refutadas.

Cierro citando a Malcolm: “En el inconsciente podemos amar cómodamente a una persona y aborrecer lo esencial de ella. Solo en la vida consciente tenemos la sensación de que debemos elegir un aspecto para apoyarnos en él, decidir en un sentido u otro, rendirnos o luchar, quedarnos o irnos. En el caso de Plath, no fue que ella estuviese más dividida que el resto de nosotras, sino únicamente que dejara un registro tan amplio de sus ambivalencias; por eso es por lo que el estudio de su vida es tan atractivo y perturbador, la razón por la que los problemas de los que la sobrevivieron son tan tremendos”.


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