Comparado con la vista y el oído, los sentidos teóricos por excelencia, el gusto no ha gozado de tales privilegios. Suerte de hermano menor de los sentidos, tiene una propiedad: no es moral. En la Grecia clásica se le identificaba por su vínculo con la belleza: un saber que permite apreciar y juzgar lo bello. Se trataba de otro saber. Kant, explica Giorgio Agamben en Gusto (Adriana Hidalgo Editora, Argentina, 2016), habló de enigma, “una interferencia entre saber y placer”. En consecuencia, no solo otro saber, sino también otro placer. A partir de Alexander Gottlieb Baumgarten, quien fue el primero en hacer uso de la palabra “estética” (Reflexiones filosóficas acerca de la poesía, 1735), como un saber opuesto a la lógica de lo cognitivo, es decir, un campo autónomo del conocimiento.

Agamben remite a Platón: la belleza es la más visible de las cosas. Pone en juego la tensión entre visible e invisible, ser y apariencia. Más: “La paradoja de la definición platónica de la belleza es la visibilidad de lo invisible, la aparición sensible de la idea”. En el Banquete se enuncia el estatuto de Eros como algo intermedio entre sabiduría e ignorancia, entre entendimiento e ignorancia. La ciencia puede estudiar los cuerpos celestes, pero no la belleza del espectáculo de las constelaciones. La ciencia adecuada, la filosofía, sería entonces de las apariencias, de lo bello visible, búsqueda de ese intermedio señalado entre sabiduría e ignorancia, próxima al atributo de Eros, de la adivinación. Lo anterior nos conduce a esto: placer y saber están ligados de forma profunda. El gusto, por tanto, es a la vez una cuestión del saber y del placer.

En su recorrido, Agamben hace breves visitas: Tomasso Campanella diferenciaba el gusto de la ciencia y de la sensación. Leibniz lo asemejaba al instinto. Montesquieu advertía que no es ciencia teórica. De estas perspectivas se desprende que el gusto excede lo establecido –Agamben habla de “sentido supernumerario”– que nos conecta con “un no sé qué”, con esa inadecuación entre el objeto y el conocimiento. Diderot definía lo bello como significante excedente. En síntesis: “En su formulación más radical, la reflexión del siglo XVIII en torno a lo bello y el gusto culmina así a un saber, del cual no se puede dar razón porque se sustenta en un puro significante (…) y a un placer que permite juzgar, porque se sustenta en una realidad sustancial, sino en eso que en el objeto es pura significación”.

Kant, por su parte, define el placer estético como un exceso de la representación sobre el conocimiento. Es ese excedente lo que causa placer. En su deliberado ejercicio de reducción de las facultades del alma a tres –facultad de conocer, de sentir placer o disgusto, y de desear–, el filósofo no encuentra un lugar para los juicios del gusto. Tiene un carácter híbrido. Como Platón, sostiene que no puede haber una ciencia de lo bello.

Platón establecía una semejanza entre el amor y la adivinación: algo que puede reconocerse, pero no conocerse. Así, “hay en el mundo antiguo dos especies de saber: un saber que se sabe, es decir, las ciencias en el sentido moderno, que se fundan en la adecuación del significante y el significado, y el saber que no se sabe, las ciencias adivinatorias”. En ese lugar entre verdad y belleza, Platón refiere a Eros: belleza y verdad se salvan mutuamente. “En esta doble salvación se realiza el conocimiento”.


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