Nuestro mundo es de víctimas. No solo las reales, sino también las ficticias: propietarios de grandes riquezas, funcionarios corruptos, estrellas de la industria del entretenimiento, personas que han agredido y acabado con la vida de otros se presentan ante los demás –y, a menudo, ante sí mismos– como víctimas. La vida corriente y también la que queda impresa en las páginas de los diarios se narra como el resultado de la tensión entre víctimas y victimario. Ser víctima: quizás la aspiración más común aquí y ahora.

Dice el pensador italiano Daniele Giglioli en Crítica de la víctima (Editorial Herder, España, 2017): es el héroe de nuestro tiempo. Más todavía, es una identidad fundada, no en lo que hemos hecho, sino en lo que nos han hecho, en lo padecido. A propósito del Holocausto, el autor cita las clarividentes palabras de Jean Améry: “Será sobremanera ridículo reivindicar orgullosamente algo que no se ha hecho, sino solo se ha padecido”.

La posición victimista tiene ventajas: es irresponsable –no debe responder a nada–, no debe justificarse, obtiene una licencia de legitimidad de forma automática. Más: el relato de la víctima es de su entera propiedad. A un tiempo, irrebatible e indisputable. La víctima aparece ajena a la crítica y al debate.

La ideología victimista se expresa a través de numerosas premisas: el deber de recordar –el culto actual a cierta memoria–; la primacía del testigo; el uso sistemático de las efemérides; la expansión de lo humanitario; el culto a los caídos; el fomento del derecho al socorro. La proliferación no se limita a las etiquetas sobre los victimarios: el siglo XX ha sido denominado el siglo de las víctimas. Guerras y genocidios han creado las bases históricas del victimismo. La incertidumbre, signo de esta época, promueve conductas de impotencia, la extendida actitud –quizás tranquilizadora– de estar-a-merced-de.

Hay una competición –quién es más víctima–, y una recurrente cultura que clasifica y etiqueta a los victimarios –los políticos y los capitalistas, los primeros en la lista–. Giglioni establece tres términos clave: primado, porque en la víctima hay un deseo de ser el primero; heredad, porque la condición de víctima se transfiere por generaciones; impunidad, porque quien ha sido castigado, no debería serlo nuevamente.

Algunos de los ejemplos anotados por el autor resultan reveladores: millonarias figuras del rock, muertos por sobredosis, que el imaginario convierte en mártires de una lucha simbólica, política y cultural; “Che Guevara, extendido muerto sobre un catre como el Cristo de Mantegna, no se habría convertido en símbolo si no hubiera abandonado Cuba (y su régimen) y no se hubiese ido a Bolivia a que lo mataran”. Lady Di, recordada estos días, heroína que falleció atrapada en un automóvil de lujo a 200 kilómetros por hora. Y así.

Lo humano: lo que puede ser castigado

Giglioni interroga sobre una cuestión medular: si la víctima carece de voz, ¿mantiene su condición de víctima cuando toma la palabra y cuenta su padecimiento? ¿Sigue siendo víctima o, de alguna manera, se ha convertido en un representante de la víctima que fue? “Subidas al estrado, hasta las víctimas más verdaderas devienen en representantes de sí mismas: aquí estamos para el nosotros, para el vosotros que fuimos, dueños de la vida de otro”. Bajo este pensamiento, el musulmán del campo de concentración es, a la vez, la víctima por excelencia y también el más tenaz resistente: puesto que alcanza un punto en que no esquiva el castigo, le transfiere su impotencia.

Se multiplican los representantes de las víctimas –representantes que se apropian del padecimiento–. Las víctimas se tornan agresivas. El resentimiento, la envidia, la autoconmiseración, la banalidad, las medias verdades, se propagan en todas las direcciones. Es tal la categoría del fenómeno –cuya primera naturaleza consiste en expoliar a las verdaderas víctimas–, que da lugar, incluso a expresiones tan extremas como esta: “El rencor victimista de los vencedores”, que parece atizado por el temor a la posible reacción de los siervos o los derrotados. 

El victimismo no solo provee una identidad, sino que crea cultos políticos, académicos, culturales y periodísticos. En vez de grandes relatos, en vez de dioses, pululan las víctimas. En tanto que identidad, la víctima tiene un carácter reaccionario. Se instala en sí misma: lo identitario repele al cambio. El victimismo resulta gratificador: es inalienable, dota a su portador de un sentimiento de inocencia, crea una operación constante de búsqueda de culpables, libera del peso de responsabilidades y deudas, autoriza a la repetición constante –la víctima no necesita renovarse, puede contar la misma historia ad infinitum–, se erige en tribunal, contribuye a galvanizar la otra mitología en pleno apogeo: la de que el mundo no es sino la suma de las conspiraciones.


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