No se conservan datos concretos del siglo XVIII sobre la existencia de bibliotecas particulares de importancia en el puerto, pero es indudable que muchos de los funcionarios venidos con la Compañía Guipuzcoana (1730), así como los primeros pobladores de la ciudad, trajeron entre sus pertenencias libros de variada índole. Resulta frecuente en las testamentarias de la época contabilizar algunos títulos en el inventario de los bienes del difunto. En 1742 cuando fallece Juan Estevan de Zein, empleado de la Compañía de Caracas, dejó entre sus pertenencias la obra intitulada El estado político de la Europa. Lo mismo sucedió con Manuel de Aguirre, vecino de Borburata, quien al fallecer en 1753 deja “un libro, su autor Empresas Políticas de (Diego) Saavedra (Fajardo) y un librito de (Juan de) Palafox”. Existe, además, en el Archivo General de Indias numerosa documentación relativa al envío de libros en los navíos de la compañía, desde España a Caracas y La Guaira, lo que permite afirmar que envíos semejantes fueron recibidos en Puerto Cabello.

Los testimonios de viajeros y lugareños, por otra parte, revelan el gusto que algunos personajes tenían por la lectura, de lo que se infiere la existencia de bibliotecas de alguna importancia. Así, cuando a principios del siglo XIX el barón de Humboldt y Bonpland llegan al puerto, fueron recibidos por el médico francés Gaspar Juliac en cuya casa encuentran “obras de literatura e historia natural…”. Carlos Brandt Caramelo, Miguel Alejandro Römer, Job Kock, W. P. Dieter, Roberto Corser, Francisco Roo, G. Iribarren, Adolfo Lacombe, Paulino Ignacio Valbuena, se cuentan entre los comerciantes y profesionales dados a la lectura y amigos de los libros. Aun así, se trataba de bibliotecas privadas.

En 1884 Juan Antonio Segrestáa, en su carácter de presidente de la Sociedad Amigos del Progreso, solicita a la municipalidad un local ubicado en el mismo edificio de esa corporación y que ocupaba la escuela nocturna, para establecer allí una biblioteca. La misma llegó a tener 1.300 volúmenes y de ella da cuenta Manuel Landaeta Rosales, en su Recopilación geográfica, estadística e histórica de Venezuela, aunque erróneamente la ubica en la sede de la Sociedad de Artesanos. En mayo de 1886 el Concejo Municipal, bajo la presidencia de Federico Carlos Escarrá, crea la Biblioteca Pública de Puerto Cabello. Se designa una comisión de 10 miembros con el encargo de elaborar el programa que permitiera su establecimiento, corriendo la municipalidad con los gastos necesarios. En la sesión ordinaria del 28 de mayo se constituye la Junta Directiva de la Biblioteca Pública que, por acuerdo, pide al Concejo el nombramiento de un subbibliotecario y recomienda para el puesto a Pío Ugarte. Se acuerda, igualmente, oficiar a la Sociedad Mutuo Auxilio, fundada hacia 1873, solicitando la cesión de los libros, estantes y muebles de la biblioteca que allí funcionaba. Por aquellos días la sociedad presidida por Segrestáa había resuelto entregar sus libros a la biblioteca municipal, que recibirá igualmente las donaciones venidas de la sociedad de mutuo auxilio y otras de particulares, dando nacimiento a una colección que, si bien nutrida, resultaba una heterogenia en términos de idiomas y títulos. No es de extrañar, entonces, que aquellos libros mostraran en sus guardas y portadas dedicatorias y firmas autógrafas de los donantes, entre quienes se encontraban Juana Aizpúrua de Jove, Roberto Corser, Job Kock, Miguel Alejandro Römer, Adolfo Lacombre y Juan Antonio Segrestáa, por citar algunos.

Obras en alemán, francés, inglés, latín y castellano junto con publicaciones oficiales llenaban sus anaqueles, y si bien algunos de los títulos nos permiten conocer qué leía aquella progresista sociedad, también revelan que al menos en sus inicios esta biblioteca difícilmente pudo satisfacer las necesidades de una población en gran medida analfabeta. Las Antiguedades romanas de Alejandro Adam, puestas al castellano por don José Garriga y Bancis, editada en 1834, en Valencia, España; el Tratado de la usura, del ábate Marco Mastrofini en edición española de 1859; la edición madrileña del Tratado completo sobre el cultivo de la vid, de don Buenaventura Aragó, impresa en 1871; la quinta edición inglesa ilustrada de The life and adventures of Don Quixote, en traducción de Charles Jarvis, impresión londinense de 1788; el Tratado de monedas, pesas, medidas y cambios de Marien, impreso en 1789 y salido del taller de Benito Cano; la Geographie de la France de Julio Verne, impresa en 1876; la Jerusalén libertada, poema heroico de Torcuato Tasso, traducida al español por Juan Sedeño e impresa por la viuda e hijos de Gorchs en Barcelona, España, en 1829; la Historia crítica de la Inquisición de España de Juan Antonio Llorente, impresa en 1835; la Historia del cielo de Camilo Flammarion, traducida al castellano por C. de Ochoa, en magnífica edición parisina de 1874; las Oeuvres complètes D’Helvétius impresa en 1818 en París; The Penny Magazine de 1834; el Correo de ultramar de 1843, entre otros, son algunos de los muchos títulos que formaban parte de la incipiente biblioteca municipal, anaqueles solitarios y llenos de polvo que eran solo revisados por los curiosos.

Libros que corrieron mejor suerte entre sus antiguos propietarios, pues por las muchas anotaciones y comentarios al margen de sus páginas –las que pudimos apreciar años atrás cuando de muchacho los hojeamos– se advierte fueron lecturas recurrentes para el solaz de aquellos extranjeros que hicieron del puerto su hogar.

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