Entre el 19 de febrero de 2009 y el 26 de enero de 2012, el diario El País publicó en 169 de sus portadas, titulares, sumarios y fotografías dedicados a Francisco Camps. Incluyendo ambas fechas de aquellos casi 3 años, transcurrieron 1.072 días. Esto quiere decir que en 15,56% de los días de ese período, Camps fue tema del diario.

El titular de la primera fecha, 19 de febrero de 2009, decía: “El fiscal implica a Camps en la trama”. El correspondiente al 26 de enero de 2012, decía: “Un jurado dividido absuelve a Camps de cohecho impropio”. Este considerable despliegue se refería al caso de unos trajes que Camps habría recibido como regalo de una red dedicada a corromper a autoridades en funciones y políticos, para así obtener contratos de obras públicas.

Un buen tío. Cómo el populismo y la posverdad destruyen a los hombres (Editorial Planeta, España, 2018), de Arcadi Espada, reconstruye y analiza los contenidos y usos de las herramientas del periodismo, durante el período en cuestión, referido al caso Camps. Espada (1957) es ensayista y periodista. Ha sido un pensador recurrente sobre la cuestión del periodismo como entidad con capacidad para distorsionar los hechos. Actualmente es columnista del diario El Mundo, de España. 

Cuando se publica la primera información mencionada, Francisco Camps era presidente de la Generalidad Valenciana, por segunda vez. Lo había sido durante el período de 2003 a 2007. Y había sido reelegido para el período 2007 a 2011. Es abogado, católico y militante del Partido Popular. El hecho señalado en contra de Camps se refiere a cuatro trajes. El testigo fundamental dijo en cuatro oportunidades que Camps se había pagado sus trajes con dinero en efectivo. Luego cambió su declaración y dijo que no se los había pagado. Este giro era decisivo: si Camps no se había pagado sus trajes, entonces estos fueron pagados por la red de corrupción, y Camps culpable de haberlos aceptado, práctica que se inscribe en el delito de “cohecho impropio”.

En el texto introductorio, Espada señala una primera consideración: la desproporción entre el supuesto delito, contrastado con las 169 portadas. A lo largo de casi 3 años –los 1.072 días antes señalados– 2 procesos avanzaron y cumplieron sus complejas trayectorias: uno legal, que concluyó exculpando a Camps en enero de 2012, y otro político-mediático a cargo del diario El País, que lo estigmatizó como culpable y puso fin a su carrera política.  

El poder enjuiciador del periodismo

El libro de Espada avanza en el tiempo. Portada a portada, la revisión no elude la complejidad. Un buen tío. Cómo el populismo y la posverdad destruyen a los hombres tiene la perspectiva de quien conoce el periodismo. A lo largo de sus páginas no solo se relatan las actuaciones judiciales y políticas. Lo crucial es el análisis de los modos en que el periodismo actuó en el caso Camps. Las prácticas con que opera, una vez que el medio de comunicación –o el periodismo– ha fijado una posición.

En este caso: el periodismo comienza a exigir el cumplimiento de ciertas pautas –que Camps presentase la factura que avalase su afirmación de que había pagado los trajes–. Como Camps no lo hizo –no guardó las facturas porque no se proponía desgravar la compra del pago de impuestos–, en una conclusión propia, el diario lo asumió como culpable. El que el principal testigo hubiese girado su declaración en 180 grados –pasó de afirmar, lo-pagó-con-efectivo a no-lo-pagó– no hizo que el diario se preguntara qué explicaba tal cambio.

Se estableció así lo que Espada llama “un sesgo culpabilizador indiscutible”, que también fue asumido por otros medios de comunicación. Tras un número tan abultado de portadas, la última de ellas, difícilmente podía revertir la acumulación de señalamientos que, por casi tres años, impactaron a la reputación y a la actividad de Camps. “Meses después el Tribunal Supremo ratificó la sentencia y libró definitivamente a Camps de una sentencia condenatoria y de los consiguientes antecedentes penales. Pero le quedarían, y para siempre, los antecedentes mediáticos”. 

El almacén de los instrumentos

Teñir el lenguaje de intenciones. Presentar los argumentos como coartadas. Tomar como hechos cumplidos los que no son sino acusaciones o sospechas. Tratar los indicios como pruebas. Convertir en datos lo que no son sino supuestos. Adjetivar a personas, hechos o decisiones, con especial intención en aquellas ocasiones en que, por ejemplo, la realidad no coincida con la hipótesis del medio de comunicación. Jerarquizar de tal modo la construcción de la noticia, que los datos que desmienten la posición se dejan para las líneas finales del texto. Hacer uso –en el caso de Camps, ocurrió en decenas y decenas de ocasiones– de supuestas fuentes anónimas, siempre coincidentes con la opinión del diario o del periodista. Insinuar posibles conexiones o conclusiones: así, la hipótesis se “apodera” del hecho.

Presentar el relato de los hechos bajo una estructura binaria, de buenos y malos. De ello deriva que el sospechoso, antes de comprobación alguna, adquirirá la entidad imaginaria del culpable. Titular con hechos apuntan a sugerir la existencia de conductas que revelan la responsabilidad del acusado. O, la reiterada práctica de titular con una afirmación que no tiene sostén en el cuerpo de la noticia o, peor, que queda desmentida. Evitar la precisión y optar por un lenguaje cargado de ambigüedades. Relativizar las noticias que contravienen la posición del medio. Adelantar conclusiones, reiteradamente la de culpabilizar, a partir de noticias referidas a cuestiones preliminares. Un ejemplo: en más de un titular se relaciona a Camps el verbo “salvar” con Camps, cuando nunca fue declarado culpable.

Obtener conclusiones falsas a partir de hechos verdaderos. Realizar comparaciones que escapan a la lógica de los hechos. Construir, noticia a noticia, y de forma paulatina, una personalidad que resulte desagradable al lector. Repetir en cada oportunidad las acusaciones, de modo que se vayan fijando en la mente de los ciudadanos. Extender las acusaciones, a partir de lógicas especulativas. Ofrecer cifras diversas sobre una misma cuestión –en el caso narrado por Arcadi Espada se publicaron más de diez cifras distintas, que oscilaron entre 4.700 y 30.000 euros–. Esto produce un efecto de acumulación: la mente no siempre realiza la operación de borrar el número anterior, sino que amontona números, lo cual genera la sensación de empeoramiento de la culpabilidad.

Cuatro prácticas, de las más inquietantes: una, publicar fragmentos de conversación, omitiendo el contexto. Dos: extraer dos frases que fueron dichas en momentos distintos de una conversación, y juntarlas, lo que, ni más ni menos, fabrica una realidad que no ha existido. Tres: publicar un fragmento de una conversación y dejar por fuera la parte que descriminaliza a los señalados. Cuatro: Publicar los resultados de una encuesta sin aportar los datos técnicos de la misma.

Más: Hacer indiscernibles los límites entre opinión e información: así, la opinión comienza a tomar el terreno de los hechos. Cambiar las atribuciones de los hechos (por ejemplo, al referirse al un contrato por el montaje de un acto para la Generalidad de Valencia, un titular habla de “un acto para Camps”). Repetir la publicación de una noticia, con otro titular y algún cambio en el contenido. Construir escenarios que, a priori, niegan la posibilidad de que el acusado sea inocente. Usar los argumentos de la defensa como pruebas de inculpación. Elaborar relatos que inducen al lector a culpar al señalado, o hacer uso del recurso de las fotografías para construir una personalidad que resulte desagradable al lector.

El problema de fondo: la preverdad

Espada hace un aporte conceptual: se refiere a la “preverdad”, como la hipótesis que el periodismo adopta de forma preliminar, y que tiende a condicionar sus conductas sucesivas. Así, todo lo que avala su tesis le satisface, todo lo que la desmiente, le desagrada. La preverdad no solo marca el ánimo, sino las prácticas reales del periodismo: la elaboración de textos, sumarios, títulos; la selección de las fotografías y el uso que se hace de ellas. Tomados por una determinada hipótesis, el medio se embarca en una campaña. Es una confrontación, que tiene su punto de partida en la especificidad del periodismo, pero que en el camino se confunde con otros roles. El periodista adquiere la entidad del acusador, o del investigador, o del abogado, o del juez o adopta el punto de vista de alguna de las partes. La preverdad: “Las indicaciones del periódico para que una determinada verdad acabe por manifestarse”.

Esta distorsión está vinculada al fenómeno del “populismo judicial”, práctica que convierte los procesos judiciales en escenas mediáticas. Diré: historias por entregas, teledramas para noticiero, realitys de tribunal, de las que se nutre el periodismo. Algunos policías, jueces, fiscales y periodistas conforman sociedades, cuyos intercambios seguramente no benefician al objetivo de la justicia: el periodismo se judicializa, la justicia se mediatiza, el reportero se confunde con el policía, el policía entrega al reportero información que forma parte de las investigaciones.

Lo señala Espada: el tratamiento de El País del caso Camps muestra que incluso la gran prensa hace uso de recursos del amarillismo o sensacionalismo periodístico, pero sin hacerlos evidentes como ocurre con los tabloides.

Espada habla de acedia: ese punto donde cierta pereza, cierta negligencia, cierto abandonarse a las rutinas, toma cuerpo: “La acedia lleva a un reportero a tergiversar la realidad hasta dejarla irreconocible con tal de que se parezca, aunque sea de lejos, a uno de los relatos rutinarios de su limitado repertorio. Y también le induce a exagerar y demonizar, no tanto por malicia como porque ese también es el procedimiento habitual, lo que la noticia necesita y lo que, sin duda, su jefe y –¿quién sabe?– quizás hasta sus lectores han aprendido a esperar”.

Guiado por la preverdad, el periodismo puede adquirir proporciones destructivas. Puede, a la postre, producir justo lo contrario de lo que pretende: ser un decisivo factor de injusticia. Destructor de la reputación y la vida pública de personas, a este punto: al falsamente señalado ni siquiera se le escucha.

 “La Justicia acabó cumpliendo su misión (…) Por el contrario, el periodismo no solo no ha pedido perdón a Camps por haber colaborado decisivamente a su destrucción política y humana, sino que, escocido por su error, sigue considerándolo culpable. Esa falta de asunción de su responsabilidad es tanto más grave cuanto que el verdadero y sostenido daño que Camps recibió fue mediático”.


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