Durante la última dictadura convencional o típica que padeció Venezuela, en la década de los años cincuenta del siglo XX, un valiente venezolano, el legendario editor José Agustín Catalá, emprendió la tarea de recopilar, clandestinamente, la mayoría de los crímenes del régimen político, editar el copioso material, y publicarlo con el título: Venezuela bajo el signo del terror: el libro negro de la dictadura. Catalá, él mismo, fue un preso político que soportó las torturas de los esbirros de entonces, pero no lo pudieron doblegar, y el referido libro se convirtió en un testimonio sin par sobre las violaciones de derechos humanos que fueron perpetradas en esos tiempos.

Cambiando todo lo cambiable –que es mucho–, hoy, en pleno siglo XXI, se podría perfectamente editar un libro o una colección de libros sobre los crímenes de la neodictadura que viene imperando en Venezuela en esta centuria. Y no digo dictadura sino neodictadura, porque esta se ha caracterizado en aprovechar ciertos ropajes de la democracia formal, para disfrazarse de revolución democrática y tratar de disimular su despotismo y depredación. Tal emprendimiento se podría denominar: El libro rojo de la hegemonía, y no rojo porque este sea el color preferido o más bien obsesivo de la hegemonía, sino porque rojo es el color de la sangre de innumerables venezolanos que han perdido la vida por causa de la represión oficial.

Y todo ello sin contar la legión de perseguidos, torturados y exiliados, que reflejan una verdad que nadie puede ocultar: para la hegemonía roja, no hay derecho humano que valga a la hora de asegurar el continuismo y la impunidad. Lo que diga la Constitución de 1999 al respecto, que dice bastante y en general lo dice bien, no es solo letra muerta, sino letra sepultada por los jerarcas del poder; que además, no tienen escrúpulo alguno en retorcer las fechorías para presentarlas como un tributo a una supuesta justicia popular.

No me cansaré de repetirlo, pero cuando el predecesor empezó su primer gobierno, en Venezuela no había ni un solo ciudadano perseguido, preso o exiliado por sus ideas políticas, y ni un solo medio de comunicación amenazado o sancionado por su crítica línea editorial. Así que no vengan los voceros del oficialismo –y sus contrapartes en la desmemoria no oficialista–, a plantear que en Venezuela siempre –repito, siempre– se han violado los derechos humanos, más o menos con la misma intensidad. Eso es falso. Venezuela ha experimentado períodos históricos –pocos pero significativos– en los que las garantías constitucionales fueron respetadas. Que ello no fuera asimilado o reconocido en su momento es otra cosa.

Pero no hay posibilidad alguna de reconstruir al país desde el falseamiento de su trayectoria nacional, tanto por ignorancia, como por prejuicio, como por ostentosa mala fe. Dicho esto, volvamos al Libro rojo de la hegemonía. Su más reciente capítulo lo ha protagonizado la muerte criminal de Fernando Albán. Una crueldad que deshumaniza y envilece a grados que se pensaban inconcebibles en un país con la cultura democrática de Venezuela. ¿Ese país todavía existe? La pregunta, por sí misma, es tan exigente como amarga. Quiero responder que sí, y por ello la indignación social que suscita esta tragedia. Pero en lo que no tengo duda alguna, y no de ahora sino de hace muchos años, es que la hegemonía que sojuzga a mi patria es enemiga implacable de la cultura democrática, pero, así mismo, tiene el habilidoso descaro de barnizarse con una que otra pincelada seudodemocrática, para intentar seguir confundiendo a todos los que pueda.

El libro rojo de la hegemonía forma parte de la reivindicación de la justicia, del derecho y de la democracia, que son fundamento de la reconstrucción integral de Venezuela.

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