“Los bolcheviques no cesan de repetir que la religión es un opio para el pueblo. Lo que hay de seguro realmente es que el marxismo es un opio para la alta clase intelectual, para quienes podrían pensar y a quienes desea separar del pensamiento.”

Ludwig von Mises, El socialismo

A Mario Vargas Llosa

“Los pueblos se resienten siempre de su origen. Las circunstancias que acompañaron a su nacimiento y sirvieron a su desarrollo influyen sobre todo el resto de su vida”. La afirmación proviene del más lúcido y futurista de los historiadores franceses del siglo XIX, Alexis de Tocqueville. Y basta echarle una ojeada al sangriento parto de nuestras repúblicas, independizadas bajo el colosal voluntarismo de un soldado al frente de sus huestes, para comprobar el acierto.

Por doloroso que le haya resultado tener que reconocerlo en los últimos años de su corta existencia, la América española, como lo afirmara Simón Bolívar al fin de su admirable aventura,  no estaba preparada para asumir los destinos de su independencia. Hubo fractura del orden político y administrativo, así como un sangriento desgajamiento de las bases socioculturales implantadas por el imperio español a lo largo  de sus tres siglos de dominio, pero dicha fractura fue impuesta bajo los bárbaros y salvajes principios de una Guerra a Muerte y el dominio absoluto de las armas, sin que hubiera mediado la génesis de una nueva hegemonía intelectual. Un trágico desmentido a la esencia de las circunstancias que condujeron a la Revolución francesa, maravillosamente descritas por el mismo Tocqueville en su obra El antiguo régimen y la revolución: ella fue la culminación de un proceso de desarrollo y maduración de siglos, que bajo el absolutismo monárquico fue generando las bases estructurales de una nueva sociedad, un nuevo Estado, un nuevo orden administrativo y cultural.

Bolívar el joven se dejó impresionar por la coronación de Napoleón Bonaparte y las convulsiones revolucionarias, pero sobre todo por el desborde de amor y entusiasmo de las masas francesas ante el caudillo. Creyó perfectamente posible seguir el ejemplo. Fue su tragedia. El diplomático inglés Sir Robert Ker Porter lo vio con meridiana claridad en 1826: “La locura quijotesca de Bolívar será la ruina de su país.”

Nada de eso sucedió en la América española, independizada en gran medida a fuerza de la homérica voluntad y el prometeico decisionismo de un hombre. Que tuvo desde un comienzo plena conciencia de que la ruptura con el imperio sería producto de la guerra, no de las ideas. De la violencia, no del entendimiento. De las armas, no de la cultura. “Del bochinche”, hubiera dicho su por él traicionado mentor Francisco de Miranda. En esos trágicos orígenes yacen las causas de nuestro pecado original, no solo el militarismo, sino el estatismo. Y sus letales consecuencias: la ausencia de individualismo y cultura, de emprendimiento y socialización, que contrastan con el sobrepeso de los ejércitos; la carencia de ideología y partidos, y la abundancia de cuarteles y monumentos. De los cuales debía derivar, como en los hechos, una catástrofe en toda la actividad económica y la universalización de la miseria: “Los economistas minaron el venerado prestigio de militaristas y expoliadores, poniendo de manifiesto los beneficios que comporta la pacífica actividad mercantil” –afirma con razón Ludwig von Mises en su obra La acción humana. Las guerras independentistas no solo devastaron: promovieron la devastación.

Causa aflicción leer a humanistas de inmensa valía, como el historiador venezolano Augusto Mijares, que consideraban pecaminoso que no se hubiera completado la revolución social pendiente desde las ideas y los actos del Libertador, en su concepto un político y un reformador social de quien él esperaba en los años setenta del pasado siglo, en pleno desarrollo de la Venezuela liberal democrática, “pueda servirle todavía a la América hispana, donde muchedumbres de desamparados encuentren quizás que él, si no puede ser más de lo que es, sí puede hacer más de lo que ha hecho”. Al general en jefe, impuesto en su jefatura continental con su caballo, sus botas y su sable, veía sobrepuesto Mijares al mesías capaz de implantar un régimen populista que viniera a resolver los problemas de sobrevivencia de las muchedumbres de desamparados. Hugo Chávez siguió el consejo del historiador a pie juntillas. Los resultados están a la vista.

Asombra que historiadores venezolanos de fuste aún se nieguen a comprender el profundo sentido antropológico cultural, filosófico, ideológico, incluso antes que político, del término “liberalismo”. Y lo circunscriban a los movimientos caudillistas de federales y guzmancistas del siglo XIX venezolano. Sin comprender al día de hoy que el liberalismo es inmensamente más que aquellos movimientos del siglo XIX que agotaban sus propuestas en separar a la Iglesia del Estado, en promover el laicismo y obtener la secularización. Que aún no comprenden, a pesar del fracaso colosal del marxismo y las catástrofes en que derivaran todos los movimientos que en él se apoyaran, que mientras el socialismo no hace más que generalizar la miseria e igualar en la pobreza bajo la potestad violenta del Estado, el liberalismo va indisolublemente ligado a la historia del progreso social, político y económico de la sociedad humana. Que se fundamenta en el respeto a las pulsiones e instintos naturales del hombre, que hacen de la propiedad privada el fundamento de la libertad y de la libertad la única posibilidad de enrumbar a las sociedades por la vía del progreso y el logro de las exigencias de igualdad de oportunidades y conquistas materiales que fundamentan al sistema capitalista. Es la enseñanza elemental del liberalismo: sin libertad no hay democracia, sin democracia no hay progreso, sin progreso no hay prosperidad.

Esas ideas, tan elementales y comprobadas tras milenios de historia,  han debido luchar contra la hegemonía del socialismo en el mundo. Y las bases del populismo, que permean, sobre todo en América Latina, el universo de las ideas y la acción política. Sobre la vigencia supra racional de las ideas que fundamentan al socialismo, Ludwig von Mises, en El socialismo, esclareció los alcances de su dominio prácticamente universal: Si quisiera designarse con el nombre de ‘marxistas’ a todos los que admiten el pensamiento condicionado por el espíritu de clase, la inevitabilidad del socialismo, el carácter no científico de los estudios sobre la naturaleza y funcionamiento de la sociedad socialista, se encontrarían muy pocos individuos no marxistas al oriente del Rin y bastantes más amigos que adversarios del marxismo en Europa occidental y en Estados Unidos. Los creyentes cristianos combaten el materialismo de los marxistas; los monárquicos, su republicanismo; los nacionalistas, su internacionalismo; pero todos ellos pretenden  ser socialistas y afirman que el socialismo a que están afiliados es precisamente el bueno, el que debe llegar, el que traerá la felicidad y el contento, y que el socialismo de los otros no tiene el verdadero origen de clase que distingue al suyo, y no olvidan sujetarse a la prohibición, dictada por Marx, de estudiar científicamente la organización del orden económico socialista…No solamente los marxistas, sino también la mayor parte de los que se creen antimarxistas, pero cuyo pensamiento está totalmente impregnado de marxismo, han tomado por su cuenta los dogmas arbitrarios de Marx, estableciendo sin pruebas, fácilmente refutables, y cuando llegan al poder gobiernan y trabajan totalmente en el sentido socialista.

Imposible encontrar pruebas de una verdad tan irrefutable como la señalada por Ludwig von Mises, que constatar el giro ideológico abiertamente pro socialista que Jorge Alejandro Bergoglio y el prepósito de la orden de los Jesuitas, Arturo Sosa Abascal, le han impuesto a sus gestiones al frente del Vaticano. Y para quienes sufren del fracaso de la oposición venezolana en su lucha contra el castrocomunismo gobernante, un hecho convertido en el principal problema político militar de Occidente, constatar la profunda comunidad de principios y propósitos de todos los partidos venezolanos, casi sin exclusión, con la tiranía castrocomunista que domina al país.  Todos ellos se declaran socialistas. Y se vienen declarando socialistas, en cualquiera de sus vertientes,  desde la fundación misma de la democracia venezolana, tras el fin de la dictadura de Pérez Jiménez y la fundación de la democracia.

Estos hechos, difícilmente recusables, han comenzado a sufrir un cambio de magnitudes históricas. Tras haber obtenido el control político de la región y haber coronado a uno de los suyos al frente de la Secretaría General de la OEA, el socialista chileno José Miguel Insulza, controlando los gobiernos de las mayores democracias de América Latina: Brasil, con Lula da Silva y Dilma Rousseff; Argentina, con Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner; Chile, con Michelle Bachelet; Uruguay, con José Mujica; Perú, con Oyanta Humala;  Bolivia, con Evo Morales; Colombia, con Juan Manuel Santos; Nicaragua, con Daniel Ortega y Venezuela y las islas del Caribe, con Hugo Chávez y Nicolás Maduro, una oleada de fracasos monumentales, ignominiosos casos de corrupción –Odebrecht– y catástrofes humanitarias, como la que, inexplicablemente sacuden al país potencialmente más rico de la región y principal reserva petrolífera del planeta,  han cubierto con un manto de oprobio y rechazo al populismo socializante y a las dos dictaduras socialistas de la región, Cuba y Venezuela. Es el contexto en que se han celebrado los triunfos de Mauricio Macri, Sebastián Piñera y muy posiblemente de Iván Duque Márquez en Colombia. Quedando pendiente el caso de México, en donde la eventual victoria tras su cuarto intento electoral del populista López Obrador podría constituir un importante obstáculo hacia la liberalización de América Latina.

El efecto demostración de la catástrofe humanitaria provocada por la satrapía venezolana ha constituido un golpe de inmensas proporciones a la habitual hegemonía socializante y estatólatra de la región. El mito del progresismo de izquierdas se ha derrumbado y escandaliza, hoy por hoy, a todas las democracias occidentales. Por primera vez en la historia de América Latina crece el anhelo por un giro de 180 grados en las preferencias ideológico políticas de sus ciudadanías. Se ha abierto una inmensa brecha en el muro político ideológico que el castrismo le impusiera a América Latina y de haber sido el colmo de la revolución, el cambio, la integridad moral y el progresismo, se ha convertido en el epitome de la tiranía, la represión, la violación a los derechos humanos, el crimen, el narcotráfico, la corrupción y la proliferación del hambre y las enfermedades en América Latina. Tampoco los gobiernos socialistas, aún prisioneros de los principios libertarios de sus sociedades, han dado prueba de progreso y prosperidad: el gobierno socialista de Michelle Bachelet fue un fracaso. Las experiencias vividas en dichas sociedades por el poder de mafias y pandillas corruptas ha demostrado la imperiosa necesidad de abrirse a las experiencias liberadoras de un liberalismo de nuevo cuño, a las alturas de las necesidades de prosperidad, justicia y progreso.

¿Vivimos un nuevo ciclo histórico que apunte a la superación del populismo y la apertura hacia formas radicalmente alternativas del pensamiento y la práctica políticas?  ¿Estamos en los albores de la liberalización de América Latina? Los indicios apuntan en esa dirección. Debemos agotar nuestros esfuerzos para que esta segunda independencia, yendo a la raíz de nuestros problemas, se culmine exitosamente. Es el imperativo categórico de nuestras élites políticas e intelectuales. Resolver nuestra asignatura pendiente y abrirnos al liberalismo.


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