There’s a starman waiting in the sky (David Bowie).

Supongo que detrás de cada anuncio navideño vive un artista ocurrente que crea una historia. Estas navidades me ha parecido notar una tendencia antimaterialista en los mensajes publicitarios de televisión. Por citar un caso, el anuncio de unos almacenes comerciales reivindica la relación más estrecha entre padres e hijos a través de un mensaje visual en el cual vemos a un padre ofreciendo a su hijo adolescente una colección de dispositivos electrónicos que, en principio, este rechaza. Luego, aparentemente acepta no sin antes reprochar a su progenitor la falta de atención y la necesidad de su compañía. Sorprende la actitud desinteresada del hijo. No es lo más normal en la sociedad moderna y consumista en que vivimos. Hoy todos disponemos de teléfono móvil y portátil. Al final, los dos salen juntos a probar el patinete eléctrico. En fin, acaba más o menos bien, pero el padre se lleva la lección aprendida impartida por un buen hijo.

Hay un anuncio, no obstante, que se ha convertido en mi anuncio favorito del espíritu navideño. Todo sucede la víspera de Reyes. Una calle oscura. Noche. Una pareja regresa a casa con sus dos hijos. Habían asistido a la Cabalgata de los Reyes Magos. Encuentran la puerta abierta. El árbol de luces tirado en el suelo. Un revoltijo de muebles. El televisor no está en su sitio. No se ven los paquetes de juguetes que debían estar a los pies del árbol de Navidad.

Todo apunta a un robo. Los ladrones habían escogido el momento de la Cabalgata y la ausencia de los inquilinos de la vivienda para dar el golpe y, por lo que se ve, salieron a toda prisa. Obviamente, no podemos pensar en la moralidad de un ladrón. Al ladrón no le preocupa el daño material causado, la sensación de violación de intimidad que deja en los miembros de la familia que roba y menos aún el dolor de los niños que esperan sus regalos y no ven ninguno. La inocencia de un niño de pocos años no está preparada para entender la maldad de algunos adultos.

La madre de Tomás (11 años) y Valentina (6 años) finge que no ha pasado nada malo y recoge un papel doblado del sofá –en realidad, una factura–. Lee en voz alta la nota de los tres señores procedentes de Oriente dirigida a Tomás y Valentina porque empieza así: «Queridos Tomás y Valentina».

Los destrozos del salón no cuentan. La pérdida de algún electrodoméstico tampoco importa mucho. Lo que sí es preciso salvar a toda costa es la ilusión de una pequeñaja de 6 años y la fe en la bondad de la gente.

El padre y Tomás permanecen callados mientras el Ángel se las ingenia para justificar el árbol derribado, la falta del televisor y los regalos ante los ojos maravillados de la pequeña Valentina que escucha atenta la literatura invisible de una madre iluminada.


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