El lenguaje de tolerancia y respeto por el adversario político tiene un referente en la figura descollante del senador John McCain, reconocido por la opinión pública de Estados Unidos, y del mundo democrático, como un héroe y un estadista. Se ganó lo primero en la guerra; y lo segundo en la acción política y en el manejo de los asuntos de Estado. Como dijo Henry Kissinger en su funeral, McCain fue “uno de esos regalos del destino”. Una de sus mayores virtudes fue la decencia con la que se refería a sus contrincantes.

Se puede decir que la retórica en el discurso político de un país define el grado de desarrollo de la democracia. No es lo mismo cuando Churchill se refería a un ser como Hitler que cuando se dirigía a sus adversarios británicos, a quienes aludía con ingenio y gracia. El uso del humor penetrante es válido; el insulto irrespetuoso no lo es.

Vale la pena recordar la forma como discutían los líderes de la democracia llamada puntofijista y cuyo valor histórico hay que resaltar. Si se escucha con detenimiento el discurso que dio Rómulo Betancourt a su regreso del exilio en 1958 (disponible en Youtube), apreciamos a un político que usaba la oratoria para convencer y persuadir. Ese día proclamó la unidad como necesidad política y utilizó un lenguaje de reconocimiento hacia Jóvito Villalba y Rafael Caldera, al tiempo que realzó los valores del general Eleazar López Contreras. Igualmente, hizo comentarios respetuosos y ecuánimes a la memoria del general Isaías Medina Angarita. Este discurso debe ser analizado detenidamente por los políticos opositores que ahora exhiben un lenguaje intolerante y agresivo, lleno de descalificaciones personales, al amparo del desacreditado argumento contra el hombre (ad hominem), que consiste en descalificar a la persona y no al argumento que presenta.

El argumento contra el hombre puede hacerse mediante el insulto, que es la modalidad más degradada de esta manera de replicar. Arthur Schopenhauer, en su libro El arte de tener razón expuesto en 38 estratagemas, explica las debilidades de esta manera de razonar porque “el objeto se deja completamente de lado y uno se concentra en el ataque contra la persona del adversario y así se convierte en insolente, pérfido, ultrajante, áspero”. Por eso, insulta quien carece de argumentos para sostener lo que se pretende imponer. Y este es el estilo que se ha impuesto en estos momentos trágicos de nuestra historia.

Distinta es la situación cuando se discute con sentido del humor. Gonzalo Barrios hacía lucir su talento valiéndose de un agudo humor para referirse a las situaciones políticas complejas. Barrios, otro de los estadistas de la época de la democracia, no usaba el insulto sino chistes ingeniosos. Este estilo le permitió armar estrategias políticas de largo aliento.

En los tiempos recientes, el impulsor del insulto y la descalificación fue Hugo Chávez, quien siempre lanzaba improperios e injurias a quien se le opusiera. Lo curioso es que miembros de la oposición –que dicen adversar ese estilo de hacer política– han repotenciado esta técnica y ahora la ofensa se ha convertido en moneda de cuenta en la controversia política opositora.

Este discurso político ha contribuido a fracturar aún más a la debilitada oposición. Basta leer los tuits de los dirigentes y de sus entornos para observar el lenguaje injurioso que se emplea actualmente (¡El mal ejemplo de Hugo Chávez fue el que se impuso!). Los vocablos más frecuentes son: colaboracionista, traidor, corrupto, lacra, vendido y otros términos que igualan a algunos opositores con el discurso del estalinismo.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Es tema para los psicólogos, pero en términos políticos esto equivale a un suicidio colectivo que solo contribuye a consolidar al régimen con el que se pretende discrepar.

Seguir el lenguaje y el estilo que caracterizó al senador John McCain en su brillante carrera política es uno de los retos de la oposición si, en verdad, se quiere contribuir con el rescate de la libertad. Para eso se requiere humildad y magnanimidad.


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