En los años veinte Ortega y Gasset señaló en su libro El ocaso de las revoluciones que la lucha ideológica se realiza fundamentalmente en el plano conceptual y lingüístico, algo que aunque Marx no dijo en ningún lado los marxistas han aprendido muy bien. Aquí en Venezuela hemos tenido, en ese sentido, todo un curso de posgrado. Todavía recuerdo, por ejemplo, cuando trataba de hacerle ver al conserje de mi edificio que “escuálido” no era un ciudadano de la oposición, como había impuesto esa manifestación bárbara de inspiración marxista que llamamos chavismo, sino una cualidad de las cosas raquíticas y poco desarrolladas.

Ya lo decía Wittgenstein en esa frase que se repite tanto de que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Es decir, el lenguaje no es de ninguna manera inocente y en la lucha ideológica, sobre todo, tiene una carga de intencionalidad que termina determinando nuestra relación con las cosas; esto es, colocándole términos y límites.

Una manzana o un caballo, por ejemplo, serán aquellas cosas que participen de las cualidades que le hemos otorgado a los conceptos de manzana y caballo. Así, si desaparecen esos conceptos, desaparece a su vez lo que sabemos de ambas entidades, como decía Linneo. En tal sentido y en política, podemos decir entonces que  de los conceptos y el relato que usemos dependerá que veamos los hechos de una forma u otra. Por ello es que estamos también asistiendo en países muy cercanos a nosotros, como  México y España, a una colocación rabiosa de etiquetas políticas. Por una parte, términos como “mafia del poder”, “Prian”, “pirruris” o“fifís” le han permitido a López Obrador identificarse con la mayoría del electorado mexicano, polarizar el espectro político y, finalmente, ganar las elecciones, como hizo el difunto teniente coronel en nuestro país; si uno apelaba al independentismo y el ancestral bolivianismo del pueblo venezolano para sustentar su relato, este otro lo ha hecho echando mano a la nostalgia mexicana por un pasado juarista y revolucionario, con un éxito arrollador. Por otra parte, y ya en España, está sucediendo lo propio a raíz de la irrupción de Vox en el plano político.

Como decía en mi artículo anterior, el descontento que se viene manifestando en el país europeo desde hace unos cuantos años parece haber conseguido un cauce definitivo en ese partido. Esto ha provocado que las organizaciones que se autodenominan de izquierda hayan salido inmediatamente a buscar el calificativo que le haga más daño. Conocedores de la identificación del franquismo con el fascismo italiano y el nazismo, han apelado a las heridas que dejó la Guerra Civil para tildar a este partido liberal    ̶que se vale a su vez de términos como el de “reconquista de España”– de “facha”, “extrema derecha” o “ultraderecha”.

Aunque no les ha salido muy bien en un primer momento, como lo demuestran las elecciones andaluzas, los dirigentes de  Podemos –líderes de esta especie de estratagema nominalista– aspiran, sin embargo, a que el apelativo termine calando en la sociedad española, aprovechando para ello la tendencia por la cual los medios de comunicación y las universidades han estado hasta hoy dominados por la izquierda. Y es que en casi todos lados la intelectualidad ha comprado el tópico izquierdista no solo de que las revoluciones son beneficiosas para la sociedad y que todo el que se opone a ellas es un enemigo por vencer, sino que las únicas revoluciones realmente bienhechoras son las marxistas, y que las que han fracasado (todas las de izquierda, por cierto) no son verdaderas revoluciones. Cuando a decir verdad las únicas triunfadoras y que han permanecido en el tiempo son la francesa y la americana.


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