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“No sueño, pues toco y creo / lo que he sido y lo que soy” (Calderón de la Barca).

Érase una vez un país en el que los hombres y mujeres soñaban despiertos todo el día. Su buena fe les llevaba a imaginar un mundo perfecto y justo. Creían en la utopía de una sociedad igualitaria. En un momento determinado alguien pensó que el lenguaje tendría que reflejar con precisión la idea fundamental de equilibrio entre los géneros existentes, a saber: masculino y femenino. Habría que citar también otro género distinto a los anteriores que no puede obviarse y al que llamaremos indeterminado o neutro. Este último género propondría utilizar como marca singular la desinencia final –e en los sustantivos. Si quisiéramos contar con todos los géneros haríamos gala de un uso correcto del lenguaje inclusivo al referirnos a los seres humanos como “todos, todas y todes”. Así, si nos encontrásemos en la situación de tener que dirigirnos a una audiencia conocida y quisiéramos optar por un discurso de igualdad diríamos constantemente “amigos, amigas y amigues/ amiges”. Dispondríamos de más opciones, como, por ejemplo, colocar una palabra comodín y añadirle como remate la letra x o el símbolo de la arroba de Internet. El resultado sería más o menos este: señorxs. O este otro: señor@s.

Conviene señalar que no hablamos de género gramatical sino de identidad de género, ya que la revolución lingüística del país procede de la urgencia de poner en su lugar una identidad de género aparentemente ignorada en la carta magna.

Más adelante probablemente habría novedades en otros documentos. Alguien podría querer cambiar ciertos versos de García Lorca, la estrofa de una canción, el nombre inapropiado de una receta de cocina. No sé, es posible que estuviese mal visto decir «patatas a la importancia», «brazo de gitano», «almejas a la marinera». Casi no me atrevo a seguir para no ser acusado de machista al citar ese exquisito plato popular mal llamado «huevos rotos».

Según parece, el documento legal del país ha estado ignorando al género femenino durante mucho tiempo. Dicho de otro modo, a la mujer no se le ha tenido en cuenta en la Constitución española hasta ahora. (“El gobierno encarga a la RAE un estudio para adecuar la Constitución a un lenguaje ‘inclusivo” –La Vanguardia, 10-07-2018–). Pensándolo bien, ninguna mujer se daría por aludida en un paquete que dijese “los españoles”, “todos los españoles” o “los ciudadanos”.

Imagínese ante un texto plagado de duplicidades en el cual empezara leyendo “ciudadanos y ciudadanas” para continuar con más nombres en masculino y femenino y adivinar sin esforzarse apenas que en el párrafo siguiente después de haber leído “españoles” le tocará leer “y españolas”. La lectura y comprensión se convertirían así en un acto absurdo que no ayuda a nadie pero que aburre a las ovejas. La consecuencia inmediata sería alargar el mensaje ad infinitum, rellenar espacio y, eso sí, presumir de mantener una actitud igualitaria. Afortunadamente, la lengua española no necesita esto. Nuestra lengua sirve para expresar las cosas de manera clara y precisa.

Piense, querido lector, en aquella locura revisionista de hace unos meses que culminó suprimiendo de los planes de estudios de algunas escuelas de Minnesota Matar a un ruiseñor de Harper Lee y Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain porque contenían la palabra “nigger” (negro) considerada por algunos un término políticamente incorrecto.

Escena de Matar a un ruiseñor (1962), cinta basada en el libro de Harper Lee que fue prohibido en algunas escuelas estadounidenses


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