En el vasto y variado universo territorial de nuestra lengua, quizás el mejor ejemplo transcultural que podemos encontrar es el Caribe, islas y tierra firme, llamado con justicia el Mediterráneo de América; un espacio del cual no podemos separar a Mesoamérica.

Y porque es una cultura híbrida, cabe todo y nunca sobra nada, como en el suculento bucán que Alejo Carpentier recuerda en El siglo de las luces, cerdos salvajes cocinados sobre brasas, con los vientres abiertos rellenados de codornices, palomas torcaces gallinetas y demás volatería, “consustanciándose el sabor de la carne oscura y escueta con el de la carne clara y lardosa, en un bucán que fue Bucán de Bucanes”.

Una palabra, una entre miles, bucán, que los arawakos insertaron en el español de los conquistadores, de donde resultó bucanero, y que ya no nos preguntamos de dónde viene: de este territorio aborigen de portentos verbales.

Una primera fusión caribeña antes del encuentro con el náhuatl y el maya. Fernández de Oviedo, llama areitos, del taíno, las fiestas ceremoniales de los aborígenes mesoamericanos.

La gran cocina de lenguas. Y esa mezcla bullente es europea, americana y africana: ni el Caribe, ni tampoco América, se explicarían sin esa presencia abigarrada y tumultuosa de los esclavos negros, y luego de los zambos y mulatos, que no pocas veces se oculta o se disfraza.

Toda América, tan lejana y cercana a la vez en sus distintos territorios, fue formando también su lengua por capas superpuestas. “No existe un estilo puro, porque no existen lenguas puras”, dice Vargas Llosa al hablar del Inca Garcilaso. Lo que existe, cuando hablamos del español, es una lengua contaminada.

En 1519, al llegar Cortés a la isla Cozumel, camino a las costas de Veracruz, recibe noticia, por medio del indio Melchor, “que ya sabía un poco de castellana”, según Bernal Díaz del Castillo, de dos españoles sobrevivientes de un naufragio ocurrido ocho años atrás, quienes ahora viven entre los mayas de Yucatán, el fraile Gerónimo de Aguilar y el soldado Gonzalo Guerrero.

Una vez rescatado, el fraile se fue con Cortés para servirle de traductor, y el soldado rechazó el viaje y se quedó con los mayas, amancebado ya y con tres hijos.

Melchor, el indígena, igual que Aguilar el español, son traductores. La persona que traducía o interpretaba, yendo y viniendo de un idioma a otro, recibía el nombre del instrumento del habla: lengua. Y también se le llamaba lenguaraz, que ahora aplicamos al deslenguado.

Una de esas lenguaraces es Malinalli Tenépal, doña Marina, la Malinche, tan difamada en la historia, la esclava náhuatl regalada como tributo de guerra a Cortés. Debía su nombre, Tenépal, precisamente a que era “persona que tiene facilidad de palabra”. Conocía los diversos idiomas del sur de México, y era, por tanto, lengua de su pueblo. Y de traductora de Cortés pasó a traidora en la historia oficial.

Las lenguas indígenas mezclan sus aguas con el español y en medio de la turbulencia de la historia, sangre, violencia, imposición, vasallaje, terminan enriqueciéndolo.

Y los esclavos africanos dejaron también las palabras. Sus lenguas, dispersas, desarraigadas, nunca tuvieron oportunidad de sobrevivencia; pero las americanas continúan muchas de ellas vivas, y conviven con el español, en unos casos a la par, como el guaraní en Paraguay, en otros de manera segregada, como en Guatemala, donde los mayas quiché representan 40% de la población, pero las estructuras sociales siguen siendo tan feudales como en tiempos de la Colonia.

El español fue la lengua adelantada de las cédulas reales y de los sermones, de los memoriales y de las crónicas, de las poblaciones y reducciones aborígenes, de los asentamientos de mulatos, de los peones en los reales de minas, en las haciendas de añil y cacao y en las plantaciones de caña de azúcar, y será la lengua de los criollos y sus proclamas de independencia. Una lengua necesariamente contaminada.

La lengua mestiza que encarna el Inca Garcilaso: mestizo “me lo llamo yo a boca llena” dice en sus Comentarios reales. Y ese nuevo español suyo no podría existir sin el quechua, capaz de darle nuevas y distintas armonías.

Sor Juana, que es ella misma el barroco americano, mestiza en la lengua y criolla de nacimiento, conoce tanto el latín como el náhuatl, que insertaba en sus juguetes verbales, junto con giros zambos y mulatos, y abre así la lengua hacia la hondura revuelta de la ralea popular del virreinato.

Y la poesía de Darío, que descoyunta la lengua, es también el resultado de ese espíritu levantisco e inconforme que proviene de distintos nutrientes, una lengua que en su permanente rebeldía nunca es ya la misma de la generación anterior, en la literatura y en la vida, en los libros y en la calle.

Hoy sabe recibir del inglés, como supo recibir y asimilar los embates del árabe por siglos. Avanza por encima de los muros fronterizos hacia Estados Unidos, y se viste de términos en inglés, igual que en el río de La Plata se vistió con el italiano y otras lenguas inmigrantes. Un lunfardo del norte, y un lunfardo del sur. Pero no es agonía, sino novedad.

Transgredir es traspasar los límites. Traspasar es trascender. No habría Miguel Ángel Asturias sin la imaginería maya en que amamanta su prosa, ni César Vallejo ni José María Arguedas sin los hondos subterráneos del quechua, ni Augusto Roa Bastos sin las dulces sonoridades del guaraní, ni Luis Pales Matos ni Nicolás Guillén sin el ritmo ardiente de los tambores africanos, ni García Márquez sin las voces revueltas del Caribe desbocado de los vallenatos y las cumbiambas.

Una lengua que va de un lado a otro, sin descanso, que toma lo que puede de donde puede, que vive del atrevimiento porque desprecia los límites. Una lengua viral que rompe fronteras de manera agresiva y nos identifica en su asombrosa multiplicidad.

Una lengua de la que nos llenamos la boca, como el Inca Garcilaso.

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