Si preguntara en las redes sociales a qué se refiere la locución “tragedia griega”, estoy absolutamente segura de la respuesta. Dirían, palabras más, palabras menos, que es una representación teatral donde el protagonista sufre terriblemente y su desenlace es siempre espantoso. No es raro que así se responda, puesto que si acudimos a los manuales de literatura o a las enciclopedias más usuales, la definen así. Pero, ¿siempre el final es horrendo? Los protagonistas, los héroes –o el héroe, en singular– desafían a destinos inexplicables, por regla general infaustos; luchan denodadamente en contra de los dioses, aun cuando hay tragedias en las que el héroe, poseedor de virtudes excelsas, logra salir airoso de las vicisitudes.

Las tramas de las grandes obras del teatro griego versan sobre conflictos que nunca han perdido su vigencia. Por ejemplo, La Orestíada, escrita por Esquilo (siglo V a.C.), una trilogía formada por: Agamenón, Las coéforas y Las Euménides, versa sobre la lucha entre la venganza y la justicia. En la primera obra de la trilogía Clitemnestra asesina a su esposo, Agamenón, cuando este regresa de la guerra de Troya, como un acto  de venganza por el asesinato de la hija de ambos, Ifigenia, precio que Artemisa le puso a Agamenón para que los vientos le volvieran a ser favorables en su trayectoria hacia Troya. Muerto el rey, Egisto se une a Clitemnestra y usurpa el trono. Pasan los años –en las tragedias el tiempo transcurre de manera veloz– pero Electra, hija de Agamenón y de Clitemnestra, no ha olvidado el asesinato de su padre. Se encuentra con Orestes, su hermano, y lo convence de llevar a cabo la venganza. Orestes asesina a Egisto y a su madre. Ese matricidio levanta la cólera de Las Furias y Orestes es juzgado. Sin embargo, el parlamento bajo la protección de Palas Atenea absuelve a Orestes, en tanto se considera que él actuó para salvar el reino y devolver el honor a su familia, que había sido mancillado en la figura de Agamenón.

La lucha entre la venganza, reclamada por el lazo de sangre, y la justicia, representada en las leyes de la ciudad, es el núcleo de esta obra de Esquilo. Los dioses lo absuelven de toda culpa por considerar “legítimo” el derecho que le asiste de ajusticiar a su madre y al amante de esta.

Otra de las grandes tragedias griegas es Antígona, escrita por Sófocles en el siglo V a. C. Hija de Edipo, antiguo rey de Tebas, sus hermanos habían heredado el gobierno de la ciudad y debían ejercerlo de manera alterna. Pero Eteocles condenó al ostracismo a Polinices, quien, clamando por justicia, atacó a la ciudad de Tebas. En la batalla mueren ambos. El trono es ocupado por Creonte, tío de Antígona, rinde honores a Eteocles y niega los funerales a Polinices por considerarlo traidor. Antígona protesta por las leyes de la ciudad, se niega a aceptarlas, resaltando que su deber filial es honrar y dar sepultura a los familiares, optando por las leyes naturales, la más de las veces desviadas de las reglas sociales. De nuevo, el conflicto entre aquello que se considera un deber de honor y el cumplimiento de las leyes que pueden no estar ajustadas a una realidad de índole social.

¿Es Creonte el héroe? Se deja llevar por la desmesura, comete un error fatal y cae como héroe. ¿Es Antígona la heroína? Representa la defensora de la libertad individual, quien no acepta acatar leyes que atentan contra su honor y el de su familia. Es totalmente actual el conflicto: ¿qué ocurre cuando la ley prohíbe un acto que el individuo supone imparcial y moral, y, además, esa proscripción recae sobre las personas del entorno familiar?

Cabría un análisis más detallado, pero mi interés es traer a la actualidad nacional el leitmotiv de ambas tragedias: la lucha entre una legislación intransigente, base de un régimen autoritario, y el reconocimiento de la libertad individual. Está claramente presente la objeción de conciencia y esta implica la inobservancia de un deber de índole jurídica cuya ejecución provocaría en el sujeto una violencia a la propia conciencia. No olvidemos que “desde los orígenes del Estado de Derecho se ha entendido que el respeto a la conciencia es uno de los límites más importantes del poder” (Aparisi).

¿Por qué el empeño que hay por parte oficialista en cambiar la legislación vigente, la Constitución actual? ¿Por qué quienes adversaron la aprobación de esa Constitución ahora la defienden? En una magnífica entrevista, Luis A. Herrera Orellana explica en detalle esta situación. Haciéndome eco de sus palabras, y tomando en cuenta que es poco el espacio disponible, esa reforma o nueva Constitución se les hace indispensable para conseguir establecer el Estado comunista que en la actual Constitución es solo un preludio. Y, a pesar de no haber estado de acuerdo con la constituyente y su resultado, muchos la defienden ahora, no como un hecho jurídico, sino político.

Un cambio será para establecer las bases del Estado comunista y el fin de las libertades individuales. Es este el tamaño de nuestra tragedia, defender una Constitución que nació ilegal, puesto que se basó en una interpretación totalmente paradójica, como señaló en su momento E. Piacenza: “Para que pueda reconocerse en alguna situación una competencia constituyente originaria es preciso que no se tenga por válido ningún orden jurídico; pero, sin orden jurídico”.

El leitmotiv de las tragedias griegas en su versión venezolana. La objeción de conciencia es, en definitiva, una manera de desobediencia jurídica. ¿Qué prevalece? ¿Resucitamos la Constitución de 1961?


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