Con la emboscada electoral del 20 de mayo, la dictadura comunista de Nicolás Maduro busca obtener un espacio de legitimidad y gobernabilidad.

Los voceros de la camarilla roja han expresado hasta el cansancio que no tienen previsto abandonar el poder. El evento del 20 de mayo es de mero trámite burocrático para justificar su permanencia en él, basado solo en el control del aparato del Estado y en una estructura armada para la represión de quienes expresen cuestionamiento a la usurpación.

Guiados por el libreto cubano, actualizado por las nuevas experiencias del populismo, creen que pueden perpetuarse en el poder con una combinación de simulacros electorales, y aplicación de graduales dosis de represión y abuso, típicos de estos modelos neoautoritarios.

A medida que el tiempo ha pasado, que la ciudadanía ha comprobado de manera fehaciente la tragedia que significa el “socialismo del siglo XXI”, ha crecido el nivel de fraude implícito en el sistema electoral venezolano.

A esta fecha muchas cartas ya están descubiertas y claramente colocadas sobre la mesa. Ya no hay forma de ocultarlas o disfrazarlas con discursos más o menos bien elaborados para justificarlos.

Está claro que el régimen ha desarrollado toda una estrategia para intervenir, manipular, hostigar, dividir y comprar a factores de la oposición venezolana.
Quienes somos incómodos, de inmediato somos hostigados. Unos son llevados a la cárcel o al exilio. Otros somos inhabilitados y hostigados judicialmente. Otros intervenidos en sus actividades profesionales o económicas. Otros manipulados para llevarlos a la confrontación. Otros son simplemente comprados.

El régimen ha jugado y sigue jugando duro para destruir la confianza ciudadana en un cambio político. La gente tiene razón al expresar su desconfianza  en una organización o en un liderazgo determinado. Las dificultades que la misma dictadura genera, las diversas respuestas que se ofrecen, aunado a la manipulación oficial, generan tal grado de confusión que la ciudadanía se paraliza y expresa su desagrado.

Cumplida esa tarea, la dictadura lanza su emboscada. Al violentar el principio fundamental de la certeza temporal de los procesos electorales, adelanta de tal forma la elección presidencial para aprovecharse del cuadro de indefinición existente en la oposición democrática.

Para esa emboscada la dictadura había trabajado con paciencia un escenario en el que concurrieran diversos partidos y candidatos. Diversidad de opciones que permitirán la división del voto opositor. Una primera división entre los que concurrirían y los que no. Una segunda división entre los participantes.
Lo importante para la camarilla roja es efectuar un evento en el que puedan imponerse con un pequeño puñado de votos amarrados, reforzado por el fraude ya experimentado en procesos anteriores.

Si para el gobierno es importante adquirir un mínimo de legitimidad y gobernabilidad con el cual tratar de sobrevivir a su propia entropía, para la oposición democrática es importante evidenciar la pérdida de la legitimidad de origen que hasta ahora había exhibido.

A estas alturas, la gobernabilidad está severamente afectada por la catástrofe generada por el modelo socialista y por el creciente aislamiento internacional que tiene el régimen. Algún “colaborador” de la dictadura, mimetizado como opositor, podría decir que lo verdaderamente importante es ganarle al gobierno con votos. Si estuviésemos en una elección medianamente normal la tesis sería válida, pero aquí no estamos frente a un proceso electoral medianamente normal. Aquí estamos frente a un evento fraudulento por todos los ángulos por los que se le examine. Asistir a dicho proceso, favoreciendo y colaborando con la división de la sociedad democrática, es contribuir a darle el barniz de legitimidad que la dictadura anda buscando. Decirles a los ciudadanos que podemos superar el fraude o evidenciarlo con presencia, es ayudar a darle el beneficio que la cúpula roja anda buscando.

La pérdida de la legitimidad de origen se consolidará con un vacío total de la sociedad democrática. Que ese vacío no trae consigo la salida inmediata de la camarilla de sus posiciones de poder, es cierto; tampoco lo traerá el trabajo de la colaboración, porque después de consolidarse el fraude y proclamarse triunfadores seguirán detentando el poder, pero dirán que ganaron un proceso competitivo.

Se ha tratado de acorralar a los ciudadanos que buscamos el cambio con el argumento de que la no convalidación del fraude del 20 de mayo carece de plan B, que no se ofrece una alternativa para salir del régimen. Tampoco hay plan B para la hora siguiente a la consumación del fraude.

Cuando se anuncie el supuesto triunfo de Maduro, los participantes no podrán desalojar del poder a los usurpadores, como no podemos desalojarlos quienes no estamos dispuestos a avalar la emboscada electoral. Y no podemos desalojarlos porque nuestra lucha es política, y aquí están cerrados los caminos para una solución política y electoral a la crisis. Quienes no avalamos el fraude de mayo no podemos ofrecer un plan B, porque el plan B sería la insurrección armada y nosotros ni tenemos armas, ni deseamos guerra alguna. Nuestro plan B sigue siendo la resistencia cívica a la usurpación y al desgobierno, la denuncia de sus desafueros y la protesta ciudadana.

Cuando la dictadura se ha lanzado por la vía del fraude constitucional, legal y electoral en su afán de perpetuarse en el poder, ha decretado su propia ilegitimad y su total incapacidad para gobernar. Fraude constitucional que tiene su punto de quiebre en el desconocimiento de las facultades a la Asamblea Nacional y en el establecimiento de una asamblea paralela, mal calificada de constituyente.

La reciente cumbre de las Américas ha sido categoría respecto a la no aceptación del evento del 20-M. Las 17 naciones más importantes del continente han ratificado una vez más la postura de no reconocimiento a la emboscada electoral. Ello constituye un logro para las luchas democráticas, pues el fraude ha sido admitido por la comunidad internacional en su proceso de elaboración y no ha sido necesario que se ejecute para dejarlo en evidencia, tal y como ha ocurrido frente a otros países y gobiernos.

Tal posición hace inviable el régimen autoritario de Maduro.
No solo porque vivimos en el siglo XXI, en el que la interdependencia política, económica, tecnológica, cultural y humana es esencial para la gobernabilidad. Es posible que a mediados del siglo XX fuera más manejable una dictadura al margen de la comunidad internacional, pero una dictadura arruinada y arruinadora, que ha llevado a una sociedad a los niveles de precariedad a la que nos han conducido estos bárbaros, le será muy difícil sostenerse en el poder en pleno siglo XXI. La ingobernabilidad obligará a factores del mismo régimen a buscar alguna solución al caos en marcha.

De modo que este proceso de mayo será para la dictadura, “pan para hoy y hambre para mañana”. Ese fraude acelerará el cambio político al que se han negado.


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