Un cuento de hadas fue lo que el vicepresidente de Colombia le contó al numeroso y destacado auditorio que acudió, en Madrid, a escucharlo en el contexto del Foro España Internacional, en el cual actuó como ponente esta semana que concluye.

Más que optimista, fue triunfalista el tono de Oscar Adolfo Naranjo Trujillo al transmitir a los presentes como un hecho cumplido el que Colombia se adentra ya en una etapa de paz cierta. El alto funcionario dio por cerrado el triste capítulo de la historia de su país en el que perdieron la vida más de 220.000 personas, gracias al acuerdo rubricado con los guerrilleros en La Habana y en virtud de la instrumentación de un plan de pacificación que no hace sino arrancar por parte del gobierno actual.

Se entiende que el hecho más notorio de la administración actual se exprese con fanfarria por quienes han acompañado a Juan Manuel Santos en buena parte de su gestión, pero es menester ser prudentes en cuanto a la expectativa de retorno de Colombia a la paz que el país conoció hace más de medio siglo, porque ese tema aún está crudo.

No es cierto que Santos está cerrando su gestión con un broche de oro. Apenas ha diseñado parte del camino, y al país aún le queda un trecho largo por recorrer. Una plaga mayúscula y protuberante como la del asesinato de líderes sociales que prolifera en la Colombia posconflicto debe ser considerada una amenaza mayor y resulta ser uno de los más oprobiosos legados que el gobierno actual le está dejando a su sucesor.

Poco se habla de este tema, pero según el Instituto de Estudios sobre Paz y Desarrollo, Indepaz, durante enero de 2018 fueron asesinados 21 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y con ellos se completa la cifra de 101 dirigentes que han desaparecido desde mediados de 2017 en manos de una nueva suerte de asesinatos y de desapariciones forzadas que ahora se concentra en las regiones de Antioquia, Cauca, Valle del Cauca, Nariño y Norte de Santander, con un aumento considerable en el Chocó y el Cesar.

No puede, pues, el gobierno actual presentar por intermedio de sus altos representantes una realidad parcial sobre el tema de la pacificación del país y mucho menos cuando este se encuentra en el proceso de escoger a quienes tomarán el relevo de las acciones emprendidas por el gobierno actual. Tampoco debe minimizarse la importancia de eventos sangrientos como los que pone de relieve esta organización.

Colombia no es ni de lejos un país pacificado porque se les haya otorgado a los criminales un espacio de actuación política legitimada ni porque en este momento esté siendo puesta en funcionamiento una jurisdicción especial para la paz que aun no cuenta ni con un reglamento interno.

La parte más sustantiva de todo lo que tiene que ver con la paz en Colombia apenas está comenzando a ocurrir, y no olvidemos que antes de tres meses intervendrá un giro importante en la manera de conducir la patria y de proveer para sus más imperiosas necesidades. No pongamos tampoco de lado la realidad de que más de la mitad del electorado se pronunció en contra de la paz de La Habana, ni hagamos caso omiso del desapego que tiene la población de la gestión del presidente actual.

Hay que bajarle el volumen a esa inclinación de los adláteres del presidente actual de dar como un hecho cumplido lo que apenas es un proyecto, uno que debe ser abrazado por todos los colombianos con el entusiasmo y la convicción que merece.


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