«Traicionan a la República quienes olvidan que ella nació al fragor de la guerra a muerte. Como la democracia, al calor de la insurrección militar del 23 de enero» 

“La contracción del tiempo, el re-manente (1 Cor 7,29: «el tiempo es breve [lit., ‘contraído/abreviado’], el resto,..*) es la situación mesiánica por excelencia, el único tiempo real” 

Giorgio Agamben, El tiempo que resta

Oscar Pérez, in memoriam

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El centrismo apaciguador y dialogante de todos los tiempos ha odiado al jurista y pensador alemán Carl Schmitt, concentrando su reclamo contra su radicalidad filosófico política, – gravemente maculada, ciertamente, por su aberrante pasantía iniciática por el nacionalsocialismo, como la de Heidegger -,  en dos frases que condensan su amplia obra de teología política: “soberano es quien decide del estado de excepción”, frase con la que encabeza una de sus obras más importantes: Teología Política (1922); y “la diferenciación específica a la que se dejan remitir las acciones y motivaciones políticas, es la diferencia de amigo y enemigo”, la frase más sustantiva y polémica de su obra príncipe El concepto de lo político (1932).[1] 

Para ello ocultan sus detractores, poco importa si de buena o mala fe,  que no existe reflexión divorciada del contexto que lo sustenta, lo que Hegel sintetizara en una de sus más felices apotegmas: Wahrheit ist konkret, la verdad es concreta. Ortega, tan hegeliano, mal preciado e incomprendido a pesar de su inmensa estatura intelectual, lo tradujo a su aire, con esa excelencia estilística que lo caracterizara: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo.” 

Carl Schmitt, alemán, católico, apostólico, romano y profundo conocedor de la teología cristiana, que fundamenta y da sentido a su pensamiento y acción, sólo es verdaderamente comprensible en función de su circunstancia y sus esfuerzos por salvarla.  Nació y vivió en medio de los tormentosos tiempos de la devastadora confrontación bélica que definió a la Europa de comienzos del Siglo XX y culminara en dos Guerras Mundiales, las más devastadoras conflagraciones bélicas de la historia humana, culminando en los dos totalitarismos del siglo pasado: La revolución rusa de Lenin-Stalin y la revolución alemana de Adolf Hitler. Sirviendo esas, sus más nefastas consecuencias, de telón de fondo a su pensamiento. Por cierto: en línea con los principales pensadores conservadores del siglo XIX, como el español Juan Donoso Cortés y el horror que les causara la revolución europea de 1848.  

¿Alguien puede negar que bajo ese estado real lo político no fuera en esencia la confrontación amigo-enemigo? Pues esos años y todos los que le siguieran, hasta el día de hoy, hicieron  trágica verdad las ideas expuestas por Thomas Hobbes en su Leviatán, según las cuales el estado natural que subyace a la historia de la humanidad es la barbarie: bellum omnia contra omnes, la guerra de todos contra todos. Razón que, según el mismo Hobbes, habría impuesto la necesidad de crear un monstruo que pudiera contener, delimitar, regular y si fuera posible, impedir dicha belicosidad y enemistad primigenia en que se desarrolla la existencia humana: el Estado, ese Leviatán bíblico que impera sobre todos los océanos y que le sirve de metáfora para definir al monstruo estatal. Esa boa constrictor, al decir de Marx.

Cuestionada esa construcción política, convertida en botín de las facciones en pugna y neutralizada por esa guerra de todos contra todos, caerían las sociedades en un estado de casi barbarie primigenia, como en su tiempo las salvajes sociedades americanas, tal cual lo indica en su magna obra El Leviatán: “Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil”[2] Tal como lo reconociera von Clausewitz: la guerra es la continuación de la política por otros medios.

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Es, precisamente, ese estado, esa situación extraordinaria de orfandad y acefalía, la que ha sido caracterizada por Carl Schmitt  como “estado de excepción”. En su esencia: el Estado ha perdido su poder de decisión y control soberano y la guerra de todos contra todos, redefinida por Schmitt en la inseparable dualidad amigo-enemigo –conceptos generales que nada tienen que ver con las relaciones personales entre los sujetos, sino con la densidad política del enfrentamiento por la conquista del poder, es decir: la apropiación del Leviatán– se convierte en la lucha mortal por conquistarlo. La sociedad, sin soberanía aceptada por el conjunto de los hombres, queda a la deriva y susceptible al asalto del más combativo, decidido y voluntarioso de los partidos en pugna para restablecer la soberanía, ya esté en manos de amigos o de enemigos, permitiendo de ese modo la epifanía de un tiempo nuevo, una realidad absolutamente inédita, ya sea revolucionaria, en el sentido benjaminiano y leninista, ya sea restauradora, en su sentido donosiano, democrático institucional. Valga al respecto la diferenciación de las dos formas dictatoriales que suelen restablecer la soberanía, según el mismo Carl Schmitt: la comisarial, de tiempo limitado, respaldada por la institucionalidad con el encargo de restablecer el Estado de Derecho –por ejemplo, la chilena de Pinochet; y la constituyente, absoluta, sin límite de tiempo para imponer un régimen totalitario– la cubana de Fidel Castro.

Son esos conceptos, como la valoración de las virtudes clásicas del soberano capaz de resolver el estado de excepción –la decisión y la voluntad– las que incomodan y disgustan a nuestros dialogadores, conciliadores y pacifistas de fe y profesión. “Liberales discutidores”, los apostrofa Schmitt, quienes ante un grave problema corren a constituir comisiones de estudio y a entramparse en diálogos inservibles e interminables. Mientras el terror de la tragedia real los rodea y la dictadura constituyente se entroniza. Es la tara que se encuentra en la raíz de nuestra oposición “conversadora”, para usar otro concepto caro al jurista alemán. En este caso concreto, discutir y negociar, no luchar con decisión y voluntad para restablecer la soberanía democrática. Negarse, como lo afirmara el pensador judío alemán Jacob Taubes en su ardorosa defensa de Carl Schmitt[3], a compartir el katechon, ese concepto paulista que invoca la necesidad de ponerle fin al caos y oponerse a las tendencias apocalípticas que estallan cuando las fuerzas disgregadoras provocan un estado de excepción. Y ello, como lo afirma Pablo en su Epístola a los romanos, con la urgencia debida, ho nyn kairós, en el «momento presente”, vale decir, “en el tiempo que resta”. Ahora mismo, no el día las calendas. 

Si bien estamos en un ámbito estrictamente filosófico y desde un punto de vista fenomenológico la descripción y la caracterización conceptual propuesta por Schmitt no supone juicios psicológico individuales ni valoraciones morales: el enemigo es enemistad política pura a la búsqueda del control sobre el sistema establecido, que persigue con las armas en la mano  quebrantar, poseer y transformar de raíz, y el amigo es, a su vez, o debiera ser, su mortal antagonista, aquel que recurriendo al imperativo del echaton, defiende con voluntad y decisión el Estado de Derecho, ho nyn kairós, ahora mismo, en el tiempo que resta. El amigo lo es para quienes pertenecen a la fracción de los asaltados –los demócratas– , de ninguna manera al de los asaltantes –los totalitarios. De estos debe ser, en estricto sentido schmittiano, un mortal enemigo. Lo que, llegado el momento del inevitable enfrentamiento, puede incidir y de hecho incide, sobre la percepción y la voluntad de los contrincantes en su esfera personal. Dice Schmitt: “Los conceptos amigo y enemigo deben ser tomados en su sentido concreto, existencial, y no como metáforas o símbolos, ni mezclados ni debilitados a través de otras concepciones económicas, morales, y muchísimo menos en un sentido privado, individualista, en sentido psicológico como expresión de sentimientos y tendencias individuales. No son oposiciones normativas ni contradicciones ‘puramente espirituales’.  En un típico dilema entre espíritu y economía, el liberalismo pretende diluir al enemigo en competidor comercial (Konkurrent), y desde el punto de visto político espiritual en un mero antagonista de un diálogo. En el ámbito de lo económico no existen, por cierto, enemigos sino sólo competidores, y en un mundo completamente moralizado y purificado éticamente puede que existan, si acaso,  sólo dialogantes”. [4]

Desde luego, no en la realidad. Ni muchísimo menos en la nuestra, como quedara demostrado en Santo Domingo, desmentido de manera cruel y sangrienta en el enfrentamiento amigo-enemigo de la masacre de El Junquito. En donde los asesinos, aplicando friamente el terrorismo de Estado, cumplieran a cabalidad el mandato expresado por Fidel Castro, recién entrando a la adolescencia: «allí es que hay que darles, cuando se han rendido.»

La diferenciación schmittiana es de trascendental importancia, precisamente porque quienes más se oponen a su cabal comprensión son aquellos sectores “liberales”, también en sentido schmittiano –digamos: electoralistas, parlamentaristas, habladores y dialogantes, así no sean liberales en el más estricto sentido del concepto sino socialdemócratas o socialcristianos–, que, incapaces de comprender la totalidad social en disputa y asumir, consecuentemente, la naturaleza existencial de la guerra que nos ha declarado el castro comunismo –confunden enemistad con “competencia” y buscan en el diálogo y el contubernio resolver cualquier obstáculo a su justa ganancia. Confunden el ámbito de lo político con el mercado, y al Estado con la Asamblea Nacional. Olvidando, es decir traicionando el hecho de que el origen de nuestra República, como Estado soberano, nació y se forjó al fragor de una Guerra a Muerte y de que, sentando un precedente hoy brutalmente irrespetado por los partidos de la MUD, desconocen la decisión propiamente schmittiana del Libertador: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”. Fue la más fiel expresión de la política como enfrentamiento amigo-enemigo, en «donde todos los europeos y canarios casi sin excepción fueron fusilados» según el balance que hiciera Bolívar. Si no el texto, el sentido debiera ser emulado. Lo traicionan quienes se confabulan con los asaltantes y, con buenas o malas intenciones, se hacen cómplices de la guerra a muerte contra nuestra democracia y nuestra República. Tampoco Bolívar se opuso al diálogo y la negociación. Pero no en 1812, cuando declarara la Guerra a Muerte, sino en 1820, cuando la guerra estaba ganada. Traicionan a la República quienes olvidan que nació al fragor de la guerra. Como la democracia, al de la insurrección del 23 de enero. 

[1] “Die spezifisch politische Unterscheidung, auf welche sich die politischen Handlungen und Motive zuruckzufahren lassen, ist die Unterscheigung con Freund und Feind”. Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen, Duncker & Humblot, Berlín, 2002.

[2] Thomas Hobbes, El Leviatán, Pág.104. Fondo de Cultura Económica, México, 1994.

[3] Jacob Taubes, La Teología Política de Pablo

[4] Ibídem, Pág. 28.


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