La inercia electoral venezolana y las pasiones que despliega en espíritus de medianía política, acostumbrados al cotilleo y la transacción de menudencias clientelares: los llamados espacios de poder, le ha negado al pueblo su tiempo para discernir –23 elecciones en 18 años– y luego para decidir, en conciencia, sobre alternativas reales para la reconquista de la libertad. El drama –lo confiesa el regidor metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma, al escapársele a la dictadura– es que la oposición electorera se mira a diario en el espejo, fajada con la banda tricolor, sin apreciar que lo hace tras las rejas de la dictadura.

La MUD alcanza logros admirables, hasta antier, por ser un mero mecanismo de avenimiento para organizar elecciones y convencer a sus seguidores que se puede acabar con la dictadura mediante votos. Y como las consignas para defender tal absurdo se elaboran como suerte de menú, a la carta y a la orden de los aspirantes, estos trucan grandes mentiras para presentarlas como certezas históricas:“Las dictaduras del Cono Sur han finalizado con votos, democráticamente. Incluso la dictadura de Marcos Pérez Jiménez”. Obvian, eso sí, que la narcodictadura cubana, madre de la nuestra, no ha podido ser expulsada con votos en 60 años. Y si alguien osa desnudarles la verdad, en un tris espetan: ¿Y tú qué propones?

A los verdaderos líderes corresponde imaginar esas y tantas alternativas como sean necesarias y hasta inventarlas; y si no las tiene, un líder auténtico hace lo que no hacen los candidatos e hiciera en su momento, como tal, el general José Antonio Páez cuando funda la república de Venezuela. Sabe que los suyos no entienden sino de espadas y trincheras, luchan por sus espacios. Y sin complejos, por saberse que no es estadista ni hombre versado –lo señala González Guinán– apela y hace propio el consejo de quienes son capaces de imaginar y dibujar al país más allá del “tormentoso proceso de la revolución separatista de 1829”: Miguel Peña, Santos Michelena, Diego Bautista Urbaneja, Andrés Narvarte, Antonio Leocadio Guzmán, y Carlos Soublette.

He repetido, hasta la saciedad, que la oposición chilena a la dictadura de Pinochet, antes que privilegiar mesas de negociación con esta se ocupa, ayudada por la iglesia, de dialogar consigo misma y con el país; alrededor de una opción profunda, en búsqueda de una narrativa de largo aliento que la atase al compromiso y en los corazones, y que al fin le permitiese decir –como lo diría Ledezma– “arriba corazón”. Y tiene éxito.

La generación de 1928 se deslinda, en su hora agonal, y eso la transforma en emblema de nuestra democracia civil. El Plan de Barranquilla adoptado en 1936 es preciso en sus objetivos: gobierno civil, sanciones a la dictadura, eliminación del caudillismo militar, proteger la producción local, educar masivamente al pueblo, revisar los contratos con el extranjero, fortalecer los servicios públicos municipales, y alcanzar una asamblea constituyente que ordene integralmente al país, como un todo, más allá de sus partes, facciones, y caudillos.

En 1958, el Pacto de Puntofijo marca otro hito sucesivo, a saber, el compromiso de vida de sus líderes –Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, y JóvitoVillalba– más allá de sus parcelas y aspiraciones electorales. Esto no lo entienden los comunistas. Se obligan aquellos a consolidar los principios democráticos, defender la constitucionalidad, la honestidad administrativa y el Estado de Derecho. Lograr una unidad nacional sin “unanimismos” despóticos, partidos comprometidos con “los intereses perdurables de la nación”, y despersonalizar la política con un programa mínimo: una constitución, carrera administrativa y lucha contra el peculado, reconocer la iniciativa privada y fomentar la riqueza nacional, reformar la agricultura, crear el salario familiar, defender el trabajo como eje del progreso económico, revisar las relaciones petroleras, luchar contra el rancho, desarrollar y sanear el campo, dar educación popular y acabar el analfabetismo, Fuerzas Armadas profesionales y apolíticas, favorecer la inmigración útil, defender la democracia en el plano interamericano.

En 2015, Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado, luego de prevenir con aguda clarividencia la tragedia que hoy nos consume y obliga a reaccionar con coraje, invitan a la MUD y al país –sin ser oídos por la primera y antes bien criticados por apostar a “la Salida” desde el año anterior– para que elaboren un compromiso con Venezuela que los amalgame y así se lo piden en documento escrito, acompañados por David Smolansky: Una agenda política-institucional para restituir las libertades y restablecer el orden constitucional; una agenda para atender la emergencia social y a los sectores más vulnerables; una agenda para la estabilización de la economía y recuperar el ingreso nacional; en fin, alcanzar un cambio de rumbo a través de “consensos y compromisos” mediante un acuerdo nacional para la transición.

Cabe preguntarse, entonces, ¿qué pueden negociar por la oposición en República Dominicana quienes aún no se sientan a discutir entre ellos sobre lo fundamental: el país que pide y reclama el país, y no tanto el candidato que pueda aceptar o no Maduro para confrontarlo en 2018.

Que Ledezma se haya escapado hacia la libertad para no ser usado, hace la diferencia entre el líder y quienes, por reducir la democracia a urnas y votos, ofrecen a las víctimas negociar a retazos sus dramas a cambio de que toleren como “realidad política” a la narcodictadura y obtengan de ella sus migajas electorales; lo que prueba, al cabo, el fracaso del autismo electoral como vía para desplazar y mandar al basurero de la historia a Maduro y a su cártel de inmoralidades.

Hablar de Yo soy Venezuela, lo reconoce Luis Almagro, secretario de la OEA, significa priorizar el país doliente por sobre sus parcelas y las personas de los candidatos, y de esa idea son intérpretes el propio Antonio, Leopoldo –por ahora rehén y coautor del documento de 2015–, María Corina Machado y también Diego Arria.

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