Vi por primera vez a Laura Cracco a mediados de la década de los años ochenta de la pasada centuria, en Mérida. Yo asistía a una fiesta de despedida de la poeta porque ella se iba a Grecia, creo. La memoria me dice que “Chuito” Marín, a quien todos en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes llamábamos con el cariñoso nombre de “el Polaco”, me había invitado a la residencia Mocotíes donde él vivía y compartía con otros profesores de la ULA, entre ellos el poeta Ángel Eduardo Acevedo. Esa noche de fraternal trasiego de alcohol, vino y conversaciones políticas y literarias también conocí al querido e inolvidable poeta Arnaldo Acosta Bello. Entre las brumas de mis recuerdos creo rescatar escenas de gestos amorosos entre los poetas Cracco y Acosta Bello. ¿Ya se había publicado el poemario de Laura, Safari club? Lo cierto es que la editorial Fundarte era un verdadero buque insignia de publicaciones de lo mejor que se escribía en materia de narrativa, poesía y ensayo literario en esos años de fragor creativo artístico e intelectual. Junto con Monte Ávila Editores conformaban una inigualable dupla de instituciones que alcanzaba a brillar allende nuestras fronteras patrias. La poeta Cracco se graduó con meritorios honores académicos como Licenciada en Letras, con mención en Literaturas Clásicas y la Universidad no perdió oportunidad de ofrecerle una plaza como docente. Yo solía ir al Café Santa Rita en pleno centro de Mérida a conversar con mi amigo y también poeta Gilberto Ríos quien guardaba por la poeta Laura una inusual admiración literaria. Mérida era un hervidero de creación poética. El grupo editorial Mucufligo protagonizaba su intenso quehacer literario y sus miembros animaban un Suplemento Cultural dominical denominado Amanecer Literario, en el Diario Frontera. Sin dudas, aquella Mérida de los años ochenta era la capital intelectual de Venezuela y en ese contexto histórico y cultural nuestra poeta Cracco gestaba su obra poética. Un poco más de tres décadas después de Safari club, su autora me envía un manojo de poemas sugerentemente titulado: “Safari club II, y la luz se hizo en el safari”. Para mi gozoso asombro estético debo confesar que mi espíritu experimenta un regocijo inenarrable cuando leo las palabras vibrantes y pletóricas de éxtasis lírico consignadas en este libro de sus poemas de otro tiempo y sin embargo actuales como un rayo fugaz que cruza nuestro firmamento literario venezolano contemporáneo. El libro manuscrito está dedicado de manera elocuente: “A mi “generación perdida”. En especial, a Erika, Glenda, Froilán, Mili y a los que ya se fueron. Sus ejes temáticos y su lenguaje de fulgurante onirismo léxico le confieren un estatuto por momentos surrealista impregnado de potentes imágenes cercanas a la poesía beat. Allen Ginsberg y Ferlinguetti o Gregory Corso emergen del fondo de algunos textos de este “Safari Club II”.

 En el poema titulado “El portero” se revela el extravío del actante lírico:

“Erika le clava jeringas a la luna,

Glenda y Rosa fueron a meterse unos pases de caleta,

Laura está hasta el culo de marihuana”

Efectivamente, la autora de este delirante libro extrae de los abismos insondables de la noche y de las profundidades de la nocturnidad y de la beltenebra un bello lirismo narrativo que preserva la anécdota mínima del poema sin sacrificar el rutilante brillo léxico y expresivo de su discurso poético. Dice en el poema primero que “algunas noches hablan como ametralladoras” y “otras danzan ensimismadas como cometas”(p.4).

En el poema titulado: “Liebre descuartizada” la poeta nos dice:

“Son jóvenes y lo ignoran,

la juventud es un cigarrillo que se quema,

sin pena ni gloria”. (p.2)

La poesía escrita por Cracco viene de nadar en aguas turbulentas en los más encrespados mares de una existencia que no naufragó pese a zozobrar como una tabla en un mar violento de todo tipo de narcóticas ontologías.

Extrañamente, la metaforización que postula el verbo poético de Cracco se entronca filialmente en la tradición de una rebeldía existencial que transgrede toda norma y estatuto de legalidad expresiva instituida e institucionalizada por los logocratismos académicos al uso.

“No necesitamos perdón, grita la multitud, no queremos razones

ni verdad, y en sus gargantas palpitan cruelmente

las inocentes flores azules.

Quejidos de una rosa enferma.”(p.6)

La verdad, el amor, la libertad, la rebeldía humana contra el orden instituido del mundo, la evasión de lo real hacia regiones transreales, la búsqueda de un lugar en la imaginación donde habitar con dignidad sin los rigores insoportables del yugo de la esclavitud moral, constituyen líneas de fuga de este calidoscópico experimento verbal cuya portentosa sintaxis lírica es su marca de singularidad. En un texto memorable titulado: “Carta de amor de Glenda” la poeta no esconde la impronta nietzscheana y deja fluir en su poesía una extraña combinatoria de narrativa y suave musicalidad expresiva.

El suicidio tampoco está ausente de este descarnadamente bello libro:

“Ruego, entonces, al dios de los caballos

que no me condene sólo a resbalar, que me otorgue,

aquí, ahora, desde esta terraza, la bendición del salto.

Algo palpita a que el mundo rebosa de monstruosos

tentáculos de amor.” (p.8)

La palabra se erige en este libro en un pequeño demiurgo que crea universos de sentido a partir de antagonismos terminológicos, contradictio in terminis, oxímoron y hasta absurdos linguísticos que sabiamente empleados por la poeta se convierten en pequeñas máquinas generadoras de sentido.


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