Rómulo Gallegos pasó parte de su exilio político en Morelia, México, en el estado de Michoacán. Las fotos lo señalan junto a un grupo de venezolanos, estudiantes algunos de ellos, como Miguel García Mackle, Elsa Moreno, Said Rydan. Leopoldo Gil, entonces chofer de Andrés Eloy Blanco cuando el poeta venía de visita desde Cuernavaca, Carlos Moratino. En otras fotos puede verse al maestro, alto, de paltó cerrado de tres botones, serio, de rostro inescrutable, caminar por los corredores de la Universidad Nicolaíta o develando un busto de Bolívar en alguna plaza de Morelia en 1952.

Morelia está situada a relativa distancia del lago de Pátzcuaro y en sus aguas dulces se desliza dorado y en silencio un pez muy apetecido en la buena mesa llamado blanco de Pátzcuaro. Se dice que no tiene oído pero posee una línea a lo largo del cuerpo por la que puede escuchar cualquier ruido, incluso fuera del agua. Vive de 15 a 20 años. Su carne es muy delicada y se celebra su tersura y exquisito sabor. El blanco de Pátzcuaro es más que apetecible e inolvidable para quien haya tenido el privilegio de degustarlo.

Se sabe que en la antigüedad se consideraba el pez como algo sagrado por su asimilación con el mar, y comerlo les estaba prohibido a los sacerdotes. Es, además, símbolo de fertilidad por su notable poder de reproducción. La palabra griega ichtus para designar el pez son las iniciales de Iesu Christos Theou Uios Soter (Jesucristo Hijo de Dios Salvador).

Me anima pensar que don Rómulo alivió el mal sabor de su exilio en la casa de Morelia (prestada, se dijo entonces por Lázaro Cárdenas) escribiendo y degustando más de una vez semejante exquisitez. Hoy, lamentablemente, me dicen que se trata de un pez en extinción debido al avanzado estado de degradación contaminante del propio lago.

Hasta hace poco, los venezolanos podíamos vanagloriarnos de nuestro mero o del pargo como pescados de primera clase, pero la catástrofe bolivariana, el abismo en el que seguimos cayendo y la avasallante e impune corrupción cívico-militar han determinado que igualmente desaparecieran de nuestras mesas no solo el pan y el arroz, sino también el mero y el pargo. Una tarde, sin embargo, visualicé la magnitud de nuestra catastrófica caída en el siglo XXI cuando recibí la inesperada visita de una amiga mía muy entrañable, bella y bien trajeada, que traía en la mano una bolsita muy elegante como salida de alguna tienda de la Quinta Avenida de Nueva York y en su interior, como presente para mí, ¡un filete de mero! “¡Qué regalazo!”, atiné a decir. “¡No sé qué hacer –agregué–, si guardarlo en el banco o comérmelo esta noche rociado con vino blanco chileno porque francés no se encuentra o valdría lo que costaría, hoy, un pasaje aéreo a Morelia…!”. Un pan canilla, un paquete de harina pan, un Alka-Seltzer son presentes tan prestigiosos y sorprendentes como un filete de mero o un blanco de Pátzcuaro. Graciela Henríquez, bailarina, coreógrafa y antropóloga venezolana, reside en México desde hace muchos años. Fue compañera de danza y amiga de la infancia de mi mujer Belén. Una vez fui a visitarla y me invitó: “¡Hoy vamos a almorzar en casa y te prepararé algo que jamás has comido: blanco de Pátzcuaro, un afamado pez de agua dulce!”.

Preparar un blanco de Pátzcuaro roza una exquisitez que no admite improvisaciones; es un ritual, una perspectiva casi metafísica, algo equivalente a convertir el agua en vino: ir al mercado principal, imponente como toda herencia azteca, majestuoso; dejarse impregnar uno de olores, sabores y resonancias que parecen proceder de algún mundo anterior a nuestras propias vidas. Perderse en el laberinto de verduras, chiles, vegetales y pollerías; atinar con la pescadería y elegir entre centenares de piezas alineadas sobre capas de hielo el blanco de Pátzcuaro de poco más de treinta centímetros de largo. Asistir al cuidadoso proceso de limpiarlo y despojarlo de sus finas escamas y escuchar el rico acento de la cháchara del pescadero exaltando su mercancía. Ya en su cocina, Graciela preparó el pátzcuaro de la manera más simple y menos sofisticada: sal, limón y chile evitando distraer con demasiados aliños el increíble goce de su sabor espectacular.

“¡Es el mejor pescado del mundo!”, afirmó Graciela con justificado orgullo. Asentí. Reconocí que, en efecto, ¡lo era!

Pero no sabía entonces que años más tarde iba a envidiar no solo el talento literario de José Balza y los poemas de Luis Camilo Guevara originarios ambos del delta; conocer la comunidad warao, deleitarme con el fascinante melodrama warao llamado Dauna. Lo que se lleva el río (2015) de Mario Crespo y degustar el lau lau de Tucupita, un pez que navega por el Orinoco. Lo probé cuando me tocó proyectar en Tucupita películas venezolanas y lo comí en una fritanga de mala muerte: un lau lau empapado de un aceite que tal vez había servido para freír papas u otras raciones de pescado. No me importó el exceso de aceite. Quise tomar la servilleta de papel y escribir a México: “¡Hay uno mejor, el lau lau de Tucupita!”. Meter la servilleta en un sobre y echarla en el primer buzón que encontrase.

Después me enteré de que en su inevitable navegación por el Orinoco, el lau lau, al dejar atrás Ciudad Bolívar, se alimenta más adelante de minicrustáceos y protozoarios que encuentra a su paso, lo que acrecienta la insuperable calidad de su carne y hace que el blanco de Pátzcuaro y la resonante jactancia de mi amiga coreógrafa y antropóloga queden relegados al desván de mi gastronómica memoria.

No he vuelto a Tucupita, pero las veces que leo o me encuentro con José Balza o vuelvo a admirar el filme de Mario Crespo, me asalta el sabor del lau lau y palpita en mí la ilusión de devolverme a aquel momento en el que quise enviar a México una servilleta impregnada de aceite en la que ponía en su sitio al blanco de Pátzcuaro.


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