No solo hay silencio sobre muchas cosas primordiales en la opinión venezolana opositora, sino también hay, una resaltante consecuencia suya, el olvido. Para no ir muy lejos, ayer no más, hubo un grito desgarrador, que fue más allá de nuestras fronteras, por la muerte de un hombre justo, el concejal Fernando Albán a manos del aparato represivo del Estado. Se pidieron no sé cuántas investigaciones nacionales e internacionales, se pronunciaron políticos de toda la variopinta oposición; entidades internacionales y gobiernos democráticos pusieron muy mala y amenazante cara… Algunos escribimos que ese dolor podría generar mucha sed de justicia, mucho anhelo de basta. Han pasado escasas semanas y al parecer no hay novedades, al menos hechas públicas, de alguna investigación que complete la acusación; comienza hoy una ordenada por el fiscal, que tomó posición a escasas horas del “suicidio”, tan rutinaria que el tribunal no dejó entrar a la audiencia a los abogados de Albán porque este no es una “víctima”. No digamos el caso de Requesens. O los muertos en las marchas del año 17. Y así, la misma impunidad y el consecuente engavetamiento.

Yo quisiera, cambiando lo cambiable, comparar el caso de Albán con el del periodista Khashoggi, torturado y asesinado en el consulado de Arabia Saudita en Turquía. Por supuesto, sé muy bien que lo que hay que cambiar de un caso a otro son cosas como centenares de miles de millones de dólares que importará Arabia Saudita solo de Estados Unidos o la estabilidad petrolera mundial o equilibrios básicos de la geopolítica del mundo árabe y, por ende, del planeta. Pero si eso puede acicatear el gigantesco sacudón mundial en cancillerías y medios, también subraya que a pesar de lo que se juega no ha cesado el seguimiento y medidas muy reales –Alemania suspendió la multimillonaria venta de armas a los asesinos, para citar una sola– sobre el asunto, y la no aceptación internacional de la versión de los déspotas sauditas. No quiero llevar esto muy lejos, so pena de hacerlo absurdo, pero al menos deberíamos pensar cuánto pesamos realmente en este mundo y cuáles son los límites de nuestras fichas para jugar al póker globalizado.

También podrían compararse proporcionalmente los sonidos y los ecos de la marcha de una docena de miles de personas de Honduras hacia Norteamérica y de nuestros millones de desesperados migrantes por los países vecinos en busca de pan y medicinas y futuro. Claro, Trump hace aquí de actor principal, en vísperas electorales, y el tipo mueve todas las taquillas, Hollywood enseña.

Esto no podemos sino cambiarlo muy relativamente, así hayamos sido más de una vez y dentro de nuestras posibilidades hábiles diplomáticos. Pero la pregunta más apremiante es qué hacer con los venezolanos y el silencioso martirio que padecemos. Para empezar, es un problema comunicacional. Y sabemos cómo hemos ido perdiendo la mayoría de nuestras armas comunicacionales, con las artimañas más viles de una hegemonía anunciada: el papel secuestrado, las ventas obligadas, las censuras cada vez más descaradas, la persecución de periodistas, la multiplicación absurda de medios oficiales absolutamente infames, la publicidad coaccionada y, por ende, la pobreza aislante, las cadenas grotescas que patentó Chávez… Capriles concluye en uno de sus artículos que esto pasa en todas las dictaduras y que no queda sino volver al cara a cara, a la política directa vehiculada por los partidos. Lo cual en términos generales tiene mucho de cierto. Pero resulta que los partidos de hoy son lo que son: endebles numéricamente y, por añadidura, divididos y a menudo enfrentados. Yo agregaría que, al lado de ese proyecto, hay que utilizar bien los medios que existen, que van desde los espacios que se cuelan en los privados autocensurados hasta las redes –que no solo son pasto de caníbales–, pasando por valientes portales y contactos con la prensa extranjera. Yo diría que es obvio que ese vínculo entre agrupaciones políticas y medios no ha tenido toda la atención debida y por ende la eficacia posible. Urge.

Pero en el fondo el problema del silencio tiene un fundamento primordial que es la escasa y mitigada voz opositora de estos últimos tiempos. Pero esa afonía esencial necesita más espacio.


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