La vigente Ley de Universidades de 1970 dispone en su artículo 1° que “la Universidad es fundamentalmente una comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre”.

Tal definición, de forma implícita, asume la libertad como condición indispensable para realizar esa tarea, ya que sin ella, y específicamente sin libertad individual, esa búsqueda sin término a la que aludió Karl R. Popper, no es posible. Ahora bien, ¿las universidades venezolanas han contribuido, en especial durante el período democrático del país, al conocimiento y afecto por la libertad y la responsabilidad entre los venezolanos? La respuesta parece ser no.

Las generalizaciones suelen ser falaces, en especial cuando pretenden sostener verdades absolutas, cerradas al debate y por tanto definitivas. Acá, la respuesta general que se da a la pregunta formulada se basa en las evidencias, experiencias directas y elementos que se enumeran a continuación, y que por supuesto admiten prueba en contrario.

Evidentemente, caben matices al momento de responderla si se distingue entre las universidades públicas y las privadas, y luego al interior de cada subconjunto.

Sin embargo, tales matices no llegan al punto de permitir sostener que en las últimas se haya cultivado, ni siquiera de modo marginal, una cultura a favor de la libertad en todos los ámbitos relevantes (moral, político, económico, jurídico, etc.), que permitiera generar escuela o escuelas críticas y alternativas a la cultura, en general, socialista, estatista, de “izquierdas”, predominante en la academia venezolana desde el siglo XX.

Esa realidad puede responder a diversas causas. Por ejemplo, las universidades han adoptado, en un nivel institucional, una supuesta postura de neutralidad no en el plano de los saberes, que es lo apropiado, sino también en el de los valores y principios, cuando en tanto centros de pensamiento siempre debieron estar a favor –y hacer respetar sin aceptar chantajes– de valores como la libertad, la tolerancia, la diversidad y la responsabilidad.

Dada la formación y las creencias políticas de la mayoría de sus docentes, en un nivel práctico, las Universidades no fueron neutrales respecto de los valores, y promovieron de forma abierta o velada varios que no tienen a la libertad entre los más importantes, y que, frente a otros como la justicia social, la igualdad, etc., fue percibida como secundaria.

Si bien las autoridades universitarias no impusieron ciertos conocimientos en desmedro de otros, la falta de actualización de las bibliotecas, de los recursos electrónicos, de nuevas líneas de investigación, de vinculación con problemas regionales e internacionales, así como la ausencia de una tradición de debates entre enfoques, escuelas y disciplinas, hizo que siempre se impartieran los mismos conocimientos, monótonos, desfasados y centrados en algunos pocos valores, de nuevo, sin que la libertad sea relevante en ellos.

A partir de una mediocre idea de autonomía, fueron tolerantes y hasta promotoras de símbolos, figuras y tradiciones enemigas de la libertad. En el caso de la UCV, por ejemplo, es el Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau, perteneciente a Simón Bolívar, el libro que engalana la oficina rectoral.

Por otro lado, son Jorge Rodríguez padre, Ernesto Guevara, Marx, Galeano y Salvador Allende, letales adversarios de la libertad individual y varios autores de graves y documentados crímenes, los íconos que, todavía hoy, se promocionan en estatuas, auditorios, murales, asignaturas y grafitis en esa casa de estudios, la misma en donde, por el contrario, pensadores de la libertad como J. G. Roscio, B. Constant, A. Smith, F. Hayek, A. Bello, C. Rangel o L. Castro Leiva, por ejemplo, son casi unos completos desconocidos.

En el caso de LUZ, por ejemplo, el Instituto de Filosofía del Derecho José Manuel Delgado Ocando, por ejemplo, es un centro de producción y difusión de las ideas marxistas y nietzscheanas que defendía, y aplicó desde el poder, Delgado Ocando. Por su parte, en el caso de la ULA, en el libro La idea del Derecho en la Constitución de 1999, de Francisco Delgado Soto, se citan abundantes trabajos de orientación marxista y socialista de docentes de esa Casa de Estudios.

Los pensum de estudios de no pocas escuelas mantienen en sus contenidos y bibliografía, enfoques y libros que carecen de rigor científico, que incluso como en el caso de Las venas abiertas de América Latina fueron descalificados por sus propios autores, pero allí siguen, inamovibles de los programas que se imparten a los estudiantes, que terminan así adoctrinados y anulados en su capacidad de comprender desde perspectivas responsables los problemas actuales.

La actitud de autoridades y docentes en general, con excepciones de rigor, es de arrogancia y hasta hostilidad hacia enfoques diferentes o críticos de los dominantes, que al margen de diferencias menores, son estatistas, socialistas, intervencionistas y sobre todo, ignorantes, contrarias o escépticas del valor e importancia de la libertad individual para la vida digna y la prosperidad de las personas en sociedad.

No se difunden ni cultivan los valores del Estado de Derecho y la transparencia en la gestión pública, en especial en el caso de las privadas, debido a la creencia falsa e irresponsable de que la educación universitaria “es gratis” y es “un derecho humano”, lo que incentiva la corrupción, la ineficiencia y falta de afecto por los recursos que en ellas se manejan. En el ámbito del Derecho, se inculca de forma acrítica a los alumnos el culto al Estado social y democrático de Derecho, que no es más que la nueva versión del Estado de bienestar.

La errada visión de la autonomía como territorio liberado de toda forma de autoridad, como espacio de privilegios y exenta de controles ciudadanos, ha incentivado las peores conductas, como robos, saqueos, vandalismo, etc., con absoluta impunidad, contribuyendo a fomentar la idea de la existencia de nobles redentores sociales contra cuerpos represivos de seguridad del Estado. No se aplican normas disciplinarias que faciliten la expulsión de quienes no están dedicados al estudio, sino al crimen y la violencia. 

Nunca promovieron líneas de investigación interdisciplinarias críticas hacia el Estado de partidos y hacia la estatización de la economía nacional acaecida en la década de los setenta del siglo pasado. Y no podía ser de otro modo en el caso de las universidades públicas, pues ellas dependían y dependen de los recursos que el petroestado les asigna, incapaces por propia elección de generar ingresos propios –¡primero muertas que privatizadas!, dirían muchos en la “comunidad universitaria”–. Pero tampoco en las privadas algo así se desarrolló, y es que no solo a través del presupuesto público beneficia el Petroestado a sus aliados leales.

La paternalista concepción de que el Estado y las universidades públicas existen para generar empleos y sacar de la pobreza a la gente, llevó a que sus nóminas de empleados y obreros fueran desproporcionadamente mayores a las de docentes, lo que facilitó que a la larga fueran tomadas por sindicatos devenidos en organizaciones mafiosas, violentas y contrarias al artículo 1 de la Ley de Universidades antes citado.

En ellas, de nuevo con mayor énfasis en las públicas, se destinaban cuantiosos fondos públicos a patéticas campañas estudiantiles y de autoridades universitarias, en desmedro de la mejora de bibliotecas, recursos electrónicos e investigación.

Además, sus integrantes en general son presas del fundamentalismo democrático, esto es, de la creencia fanática que toda decisión, todo cargo y toda problemática debe solucionarse a través de una elección en que voten tanto los directamente interesados como cualquier otra persona que pase casualmente el día de la elección.

Por todo lo anterior, sorprende que se haya dicho recientemente que la formación en valores, creencias y principios, esto es, en el ámbito de la ética y de la moral, no es tarea de las universidades, sino de las familias y de la educación básica. Qué terrible error y que tamaña falsedad encierra esa afirmación.

No solo porque niega lo que de hecho sí han hecho las universidades venezolanas, solo que para mal –produjo o no evitó que surgieran millares de fans de Fidel Castro, por ejemplo– sino que ignora los debates actuales que se desarrollan en Estados Unidos y Europa, por ejemplo, acerca de la importancia de mantener facultades de Humanidades, y de robustecerlas, como condición para la formación de ciudadanos libres, críticos y dialógicos, que hagan posible el funcionamiento de la democracia liberal y del Estado de Derecho.

En efecto, en otras partes del mundo, la relación entre las universidades y el conocimiento de la libertad, aunque por otras causas, no necesariamente es más alentadora.

En parte, porque predomina en algunas áreas del conocimiento una visión racionalista, constructivista, del conocimiento y la educación. Toda discusión de ideas, aspectos de la cultura o de la psique humana son irrelevantes en ese ámbito, centrada en lo cuantitativo, lo medible y sobre todo en la producción de teorías a las cuales las realidades se ajusten, y no al revés, como debiera ser. El interesado puede consultar el texto de Alberto Martínez Delgado, No todos somos constructivistas, en: https://goo.gl/zB8Su2 

No hay espacio para los debates a partir de concepciones más amplias del ser humano y la sociedad, y se ha perdido la conciencia de en qué medida desde la academia se puede ayudar a que la sociedad esté mejor, pero también a que esté peor, cuando se brindan ciertas explicaciones justificantes a situaciones como la venezolana, por ejemplo, a partir de tesis como los llamados “autoritarismos competitivos”, que dificultan la identificación oportuna de ciertos regímenes como antidemocráticos y violadores del Estado de Derecho.

La alternativa a la postura anterior, como lo expone Alberto Benegas Lynch en su libro Estados Unidos contra Estados Unidos, es la visión estructuralista y deconstruccionista, o sea, posmoderna, que se vincula y hace simbiótica con diferentes visiones posmarxistas y neosocialistas, que sin defender abiertamente el estatismo, a través de la justicia social, la discriminación positiva y la defensa de causas “justas”, terminan por justificar en países del primer mundo más poder para el gobierno, y en países no desarrollados la existencia de regímenes revolucionarios, identitarios o guiados por el “nuevo” constitucionalismo.

Las escuelas de pensamiento y debates de ideas de otros tiempos, por ejemplo, entre figuras como Hayek y Keynes, Rawls y Nozick, Hart y Dworkin, cada día es menos usual, y salvo que los aportes del investigador o académico tengan impacto y pueda ser “medido”, es difícil que tenga apoyo al interior de las Universidades. Por eso, la importancia de la existencia de líneas de investigación como las de Steven Pinker, Martha Nussbaum, Philip Hamburger o Victoria Camps, por mencionar algunas, y los oportunos debates que a partir de ellas se generan.

Las universidades en general se hayan en nuestro tiempo concentradas en su figuración en rankings, en ganar la competencia en matrícula a sus rivales, lograr certificaciones de autoridades estatales, asegurar la eficiencia y calidad de sus procesos internos, lograr que sus investigadores publiquen en las revistas indexadas más prestigiosas, así como en adoptar modelos educativos que aporten capacidades y competencias profesionales a sus egresados, que aumenten su empleabilidad, su productividad, y les den mayor posibilidad de buenos ingresos y reconocimiento en el mercado laboral.

Nada de lo anterior es negativo. Por el contrario, está muy bien que ello esté entre las prioridades de las Casas de Estudio a nivel mundial. El problema es que sea la excusa, en nombre de una mal entendida objetividad científica o profesional, para negarse o descuidar la transmisión de conocimientos, hábitos y valores en el plano de la ética, la moral, la política y la cultura en sentido amplio, tanto más ante lo complejo de lograr esa transmisión, según lo argumentado por John Gray en libros como Contra el progreso y otras ilusiones.

Pues al centrarse solo en lo técnico, lo metodológico y lo productivo, las universidades facilitan que quienes, dentro y fuera de ellas, no creen en la libertad, inunden las mentes y corazones de estudiantes y egresados con ideas y valores iliberales, asociados al rencor y a la ira, y por tanto contrarios a una sociedad abierta, democrática y próspera, libre de amenazas autoritarias.

Si no hay un cambio pronto y de raíz en el modo en que las Universidades conciben su trabajo, y dejan de verse como ámbitos exentos de los problemas del resto de la sociedad, entre los que figura siempre la amenaza populista, autoritaria y contraria al pensamiento libre, para asumir que la formación en valores y ciudadanía sí es parte de su tarea, cada día serán menos relevantes para las personas en las decisiones más importantes de su vida, y terminarán por comprometer su propia existencia como las conocemos, cuando al poder asciendan líderes intolerantes, con planes a imponer de forma coactiva a todos sus conciudadanos y las instituciones que en sus sociedades existan. Una alerta en este sentido lo encontramos en la novela Sumisión, de Michael Houellebecq.

En el caso de Venezuela, ojalá se genere al interior de las universidades conciencia y sentido de culpa ante sus omisiones y excesos socialistas durante el período democrático. No con miras a condenar a nadie, sino de aprender de los graves errores cometidos.

De lo que se trata es de asumir su responsabilidad ante el deplorable y fracasado clima intelectual y axiológico que contribuyeron a conformar. Y al mismo tiempo de comprobar que, a pesar de ello, también hicieron posible la formación de individuos libres, críticos y amantes de la libertad. Ojalá junto a éstos trabajen desde ya en la preparación de un clima de ideas diferente, favorable a la libertad, y con ella a la inclusión, la responsabilidad, el progreso y la concordia, conforme a instituciones justas e iguales para todos.


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