Será mañana lunes, 20 de agosto, el (des)esperado día del cono: cono  no  rima con dólar ni pega con petro y sí  con bono, mono y abandono, pues la «N» no lleva la virgulilla, y virgulilla rima con marisabidilla, como la vicepresidente recontraladilla, y con carretilla ―indispensable  para cargar dinero de viejo cuño―  y con la guerrilla y la alcantarilla de donde salieron  dirigentes rojos de pacotilla, acreedores de una trompetilla, ¡prrrrrr!; no obstante, el cono es monetario y rima con arbitrario, autoritario, sicario, prostibulario, estrafalario, vergatario, totalitario, y, naturalmente,    hiperinflacionario; asimismo,  ¡albricias!, con revolucionario; y, aunque  podríamos continuar  en este ripioso registro hasta agotar las palabras terminadas en ono, illa y ario  (no se puede tomar en serio a quienes gobiernan a los  conazos), basta, por ahora,  de  asonancias y consonancias: hay, en esta recta final del caluroso y vacacional mes en curso, otros asuntos a considerar, cual las secuelas del sainete interpretado por   malandrines y malandrones a objeto de  fundamentar la violación extrema del derecho de disentir y la criminalización de las protesta ciudadana,  y los relacionados con la «confesión», arrancada mediante tortura física y psicotrópica a Juan Requesens, cuyas fotos y videograbaciones, rayanas en la impudicia, encolerizaron al país y provocaron un enardecido comentario del poeta Armando Rojas Guardia: «Me estremece la percepción de que ya hemos ingresado al horror literalmente obsceno, al terreno minado de la pornografía política».

Hace 50 años ―martes 20 de agosto de 1968―, más de 200.000 soldados y 2.3000 tanques del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia y pusieron punto final a las reformas democráticas ―socialismo con rostro humano― promovidas, en lo político, por Alexander Dubček, y, en lo económico, por Ota Šik, a quien debemos la expresión tercera vía―.  Convirtió Moscú el verano en invierno, o infierno, y forzó a checos y eslovacos a desandar lo andado durante la llamada Primavera de Praga. En Venezuela, Teodoro Petkoff publicó un corajudo alegato en favor de ese esperanzador intento de modernización (Checoslovaquia, el socialismo como problema, 1969), elogiado por la izquierda crítica europea y anatemizado por el diario Pravda y el Partido Comunista de la Unión Soviética. Dos años después se estrenó la película L’aveu (La confesión, Costa-Gavras, 1970), sobre un guion de Jorge Semprún inspirado en el libro homónimo de Artur London, uno de los 14 imputados en el Proceso de Praga de 1952, a quienes, sometidos a interrogatorios de tercer grado, se les obligó a testimoniar contra ellos mismos, y, así, involucrarlos en una conspiración imaginaria. Con los años, se demostró la inocencia de los acusados. Vindicación tardía: 11 de los procesados fueron condenados a muerte y ejecutados con la presteza característica de la (in)justicia comunista.

Nerón prendió fuego a Roma y culpó de las llamas a los cristianos.  Desde entonces, cuando un gobernante (o una corporación) requiere concitar respaldos a fin de combatir a potenciales enemigos, sigue la receta del emperador y pone en práctica una «operación de falsa bandera». El incendio del Reichstag, perpetrado por los nazis en 1933, fue endosado a los comunistas a raíz de la detención de un joven izquierdista holandés, Marinus van der Lubben, quien, molido a golpes por los agentes de Hitler, asumió la autoría material de la deflagración: fue guillotinado. En 1981, un tribunal de Berlín Occidental revocó la sentencia. Tarde piaron los magistrados. El 2 de agosto de 1980, 85 personas murieron y más de 200 resultaron heridas tras una explosión en la estación ferroviaria de Boloña. El gobierno de Francesco Cossiga responsabilizó de la matanza a las Brigadas Rojas. Después se supo que los servicios italianos de inteligencia ocultaron la identidad de los verdaderos terroristas: militantes del movimiento ultraderechista Ordine Nuovo. 16 años antes (1964) ocurrió el celebérrimo incidente del golfo de Tonkin: el destructor USS Maddox se adentró en aguas pertenecientes a Vietnam y, según voceros de la armada norteamericana, la nave fue torpedeada por lanchas patrulleras norvietnamitas. Era la excusa requerida por los halcones de Washington para meter picos y garras en Indochina. En 1939, el ejército rojo bombardeó la aldea rusa de Mainila, atribuyó el ataque a Finlandia y le declaró la guerra a la pequeña nación escandinava. Y hay más: en 1940, Stalin ordenó la ejecución de 22.000 polacos y les endilgó la masacre a los nazis. Pregunta: ¿si se pudo mantener engañada a buena parte de la humanidad durante décadas, y hasta siglos, apoyándose en «falsos positivos», cómo no va a ser posible engatusar al populacho ―el pueblo auténtico no come casquillo― que camina 15 kilómetros y no alcanza a llenar 2 cuadras para aplaudir, ¡clap, clap, clap…queremos clap!, a Nicolás el ausente?

Ya no hay administración pública. Los altos mandos de la revolución se ocupan, a dedicación exclusiva, de obtener admisiones de culpa ―sin importar el daño infligido a las víctimas de su paranoia―, basadas en  delirantes teorías conspirativas y conjuras forjadas  para  acallar el disenso, pensando en la permanencia del absolutismo que ejercen sobre los venezolanos y buscando maneras de eludir su comparecencia ante tribunales nacionales e internacionales (el legítimo TSJ (en el exilio) ya sentenció a Maduro a 18 años de cárcel por corrupción).

―¡Confesiones!, ¡necesitamos, confesiones! —se desgañitó tonante el jupiterino usurpador, enfocando su mirada en el general tri(narco)soleado e ignorando olímpicamente al capitán prostituyente.

―Debemos inventar una vaina menos rebuscada… la gente se burló de los platillitos voladores ―dijo el hombre del mazo, haciendo caso omiso de la displicencia presidencial.

―¡Un carro bomba! Como el de Betancourt en Los Próceres ―terció el padrino con marcial autoridad.

―¿Ustedes quieren que me maten de verdad? ―gimoteó contrito el devaluado otro yo del comandante eterno ―¡Se trata de una comedia, no de un reality show!

De tal guisa debió discurrir una conversación posterior al presunto conato de manganzoncidio, mientras en la azotea del reyecito tintineaba una cantinela que le impedía concentrarse: drones rima con ladrones y cabrones, ¡no me destrones, compadre!, y magnicidio con idilio, ¿concilia con flores?; también con genocidio y… ¡suicidio! ¿Y Requesens? Requesens no rima con cono, no señor.


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