La división que el régimen ha producido en la sociedad venezolana solo es comparable a la que se vivió durante la Guerra de Independencia, que en gran parte fue una guerra civil. En nuestros días, los implacables odios mellizales hacen estragos y son pocos los que se dedican a reflexionar al respecto. Hemos caído en lugares comunes, reduciéndose toda consideración del tema a florilegios despectivos de parte y parte. Así, para los opositores, los partidarios de la revolución “son una caterva de malandros, corruptos, criminales e ignorantes”. Y, para los seguidores del gobierno, los opositores “son oligarcas vendepatria, explotadores de los pobres y entregados a los gringos”. La repulsión es, pues, mutua y sin límites.

¿Eso que ambos bandos se endilgan es verdad? ¡No! No lo es. En uno y otro sector hay gente buena y mala; personas responsables e irresponsables; seres humanos con buenas y malas intenciones; cultos e incultos, creyentes y ateos, en fin, de todo lo que podemos encontrar en la villa del Señor.

Conozco y he conversado con muchos afectos a la revolución. En su mayoría son de clase media y baja. Curiosamente, ninguno trabaja para el gobierno y, además, sufren y padecen los mismos problemas que tienen los más aguerridos opositores. De modo que, en el caso de todos ellos, no nos encontramos ante ese prototipo del manipulador, extremista o dispuesto a todo que obviamente podemos hallar dondequiera.

¿Es lo anterior algo atípico? Obviamente, no. Una noticia que leí en El Diario de las Américas, el 23 de enero pasado, lo hace palpable. Según un sondeo de opinión reciente, más de una quinta parte de los rusos consideran que Stalin fue un gran ídolo del siglo XX, a pesar de haber impuesto un sistema de terror en su país, cuyos detalles fueron registrados por Aleksandr Solzhenitsyn, escritor e historiador ruso que fue galardonado con Premio Nobel de Literatura en 1970.

Lo mencionado de último nos parece sorprendente y más aún cuando es una realidad constatable que las utopías y filosofías de la historia han acabado, irremisiblemente, en avasallamientos. Por eso comparto la posición del filósofo e historiador alemán Jünger Habermas –defensor de la democracia deliberativa y de los principios del Estado de Derecho– en el sentido de que el verdadero derecho tiene la tarea de liberar a la sociedad antagonista y transformarla en una cultura de la discusión (véase su libro La necesidad de revisión de la izquierda).

Tenemos que reconocerlo y aceptarlo: existen tantas formas de pensar, como seres humanos en el planeta. Pero también hay que tener en consideración que somos responsables ante el prójimo por nuestras acciones y omisiones.

Apoyar regímenes autoritarios que violan descaradamente los derechos humanos, así como la Constitución y las leyes que han aprobado, tiene implicaciones legales para quienes han participado directamente en actos tan viles, pero al menos morales para los que en forma pasiva o activa respaldan al régimen y tal estado de cosas, pues no se puede olvidar que “más daño que el que hace el mal, hace el que lo defiende”. Eso no hay que perderlo nunca de vista.


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