Comenzaremos con el desorden, política de Estado con la cual se estrena la “revolución bonita”, fachada desde la cual se profundizó la oferta de los proyectos sociales en la escala misionera satisfaciendo necesidades básicas aún por resolverse, medidas e iniciativas dirigidas a la continuidad del enganche clientelar distantes de la construcción de respuestas productivas organizadas con autonomía política y autosustentables.

La agitación urbana desarrollada en la región centro-norte, teniendo como soporte el reparto de la pobreza, puso en movimiento a la población rural que se ha agrupado en los cinturones de miseria que en el presente sobreviven en la periferia de las grandes ciudades de la nación, migración cuya asimilación productiva aún está por resolverse, debido al estancamiento del crecimiento económico del país y de la corrupción e incapacidades gubernamentales que lo profundizan.

Y tomada de la mano en forma muy estrecha la corrupción a través del muy antiguo mecanismo de “dejar hacer y dejar pasar”, el principal conductor del Estado abrió la compuerta de los dineros públicos en cuya administración penetró “como río en conuco” la voracidad de un universo de aventureros y oportunistas tanto civiles como militares, iniciándose de esta forma una verdadera sangría de los ingresos nacionales que aún en plena situación de miseria colectiva no se ha detenido.

Permitir meter la mano en el Tesoro Nacional, sin control ni castigo Y a todos los niveles en la estructura estatal, también se convirtió en una política de Estado, dejando en el camino ejemplos demoledores como el del ex gobernador del estado Aragua, Rafael Isea, quien aún, con acusaciones graves de corrupción previas a su designación, aterrizó en los valles de la región a llevarse un poco más de los petrodólares que con anterioridad había saqueado.

Pronto, en menos de una década, hizo crisis la política de despojo y del saqueo nacional descrita; el delirio fidelista y chavista condujo a la extensión del reparto a América, pero particularmente a Suramérica, y a través de Unasur y asociados millones de petrodólares encendieron las luces de Buenas Aires, de Quito, de Río de Janeiro, de Managua y de La Habana, además de unos centavitos que se escurrieron a Lima, La Asunción, Montevideo y Tegucigalpa.

Cerrando la primera década del siglo XXI, el motor económico venezolano comenzó a fallar, se había fundido; el derroche y la lujuria gubernamental se habían consumido los inmensos ingresos obtenidos por los generosos precios alcanzados por el petróleo, situación a la cual se respondió pidiendo prestado para seguir en la fiesta del poder, objetivo a lograr en la consulta electoral de 2012.

La estrecha victoria del finado presidente dejó al país endeudado y sin dinero, en las puertas de una profunda crisis de gobernabilidad como la que se ha venido desarrollando a partir de su muerte ocurrida como corolario de su costosísima victoria, dejándonos, además, una tramposa herencia política que ha tenido que recurrir a la represión de los venezolanos tanto en extensión como en profundidad. El Sebin compite hoy en “prestigio” con la Digepol o la Seguridad Nacional.

Finalmente aparecieron las manifestaciones clásicas de la imposición de un proyecto político que desde el primer día se comportó en forma equivocada, pero que necesitó de una década para quedar el desnudo en nuestra sociedad, mostrando las consecuencias de los graves errores económicos y sus perversas consecuencias sociales y políticas, porque tanto el engaño gubernamental como el reparto clientelar lo hicieron posible.

Y partir de la presencia continuista del nuevo presidente, el rostro autoritario y empobrecedor del régimen ha quedado al descubierto; la pobreza miserable ha regresado a nuestra comunidad como nunca antes en un siglo, la entrega del patrimonio nacional y la explotación de los trabajadores son las líneas maestras de las políticas de Estado del actual gobierno.


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