Con escasa inteligencia pero cierta astucia se pueden demoler las estructuras de las academias, agrupaciones políticas, templos religiosos, empresas públicas o privadas y una cosa que llaman cultura

Mis primeros interlocutores en Universidad de los Andes (una de las centenarias y autónomas instituciones para la educación superior de Venezuela) fueron escritores, artistas plásticos, poetas, filósofos, cineastas, dramaturgos y un titiritero. La mayoría de ellos expresaba su simpatía a favor de gobiernos despóticos del mundo. Ello me incomodaba porque, desde mi adolescencia, he deplorado como ácrata casi toda forma de gobierno.

No todos se convertirían en mis amigos,y algunos entre quienes creí que lo eran culminaron enfrentándose con una realidad que desmontó sus ingenuas creencias. Eran mayores de edad y hábiles, pero sostenían (tozudamente) que era posible la abolición de la inequidad. El emparejamiento económico de los individuos convocados a participar en la transformación positiva del mundo, cierto,fundamentándose en el igualitarismo.

Sin las redes de disociados que en la actualidad agitan, los universitarios discutían y polemizaban. La puja era por la consecución del poder para exhibir utopías. Pocas veces discernían respecto a pobreza, hambre, desasistencia sanitaria, déficit de abastecimiento o inflación. En nuestras universidades la literatura y bellas artes eran importantes, tanto como las ciencias de las cuales se afirma exactas. Abogados, médicos, ingenieros y arquitectos anhelaban ser poetas, actores, novelistas. Es decir, intelectuales. A ciertos acomplejados les molestaba que los mencionaran sin previamente notificar que eran doctores, licenciados o técnicos superiores. Vestiduras que olvidaban en bares y habitaciones de hoteles donde fornicaban con secretarias, obreras, empleadas administrativas, alumnas, colegas, etc.

Empero, todo lo descrito no causaba asombro. Sucedía en todas partes: ser adversario, adherente o converso de (…) Discutíamos sobre la vida y muerte previo arbitraje del hedonismo. Nada era irrelevante, casi todo divertido. Asistíamos a recitales poéticos, teatros, cines y auditorios académicos. Escribíamos (tesis, novelas, cuentos, poemas, ensayos, tratados). Experimentábamos desencuentros y comuniones. Podíamos alimentarnos, comprar ropas, calzados, medicinas, destinar presupuestos para viviendas y recreación. Sociabilizábamos. Jóvenes y viejos teníamos proyectos personales (íntimos o públicos).

De súbito, el discurso mediocre, repetitivo y estéril de pocas personas logró socavar eso que llamábamos espíritu universitario. Aparecieron, sin sesos e indetenibles,los devastadores fortuitos de la república y sus instituciones. Lograron herirnos mortalmente: a intelectuales, artistas, docentes, científicos e investigadores. Acaso permanecemos resignados espectadores de la desaparición del Universo. Tal vez no somos sino testigos de una ilustración fantástica por irrumpir a partir de la violencia legítima.


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