Durante tres décadas, las de los sesenta, setenta y ochenta, la tía Victoria incluía en su itinerario a Cuba una escala obligatoria en Venezuela. Allí llenaba las maletas con todo aquello que escaseaba en la isla y abundaba en Venezuela durante el periodo democrático. Visitaba a aquella parte de la familia que había emigrado a Venezuela, pues la mayor parte lo había hecho a Cuba.

Su viaje a la isla estaba animado con el propósito de dotar a sus familiares de los productos básicos que todavía escasean, privaciones que indefectiblemente se producen en todo socialismo, al tiempo que reconstruía su árbol genealógico en vida. Era la menor de 14 hermanos que habían emigrado, antes de nacer ella, a quienes quería conocer, así como a sus descendientes. Estaba empeñada en impedir que la distancia destruyera los nexos familiares que, por otro lado, crecían con cada viaje.

Eran tiempos difíciles y de una migración que se producía en condiciones muy adversas y con una gran precariedad en la comunicación. Ello lo retrata muy bien un hermoso artículo de Juan Cruz, quien desde niño escribía las cartas, por encargo, en las que se explicaba a “los hombres qué pasaba allí (en Tenerife), qué había en su ausencia y que comenzaban con el mismo encabezamiento: “Querido marido, me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros por aquí bien, gracias a Dios”. La tía, además de enviar cartas, estaba empeñada en conocer a los suyos.

Su estancia en Venezuela la disfrutaba mucho. El país la maravillaba y allí le asombraba la luminosidad de la ciudad, de día y de noche, en particular la que proporcionaba el anuncio de Savoy, al que añoraba con particular afecto porque, además, le encantaba el “Toronto”, un centro de avellana envuelto chocolate, pese a que lo tenía prohibido por la diabetes que padecía. Le fascinaba la modernidad y grandiosidad del parque automotor, las estanterías y anaqueles repletos de los más diversos productos en bodegas y supermercados y la calidez y proximidad de su gente. La deslumbraba la modernidad de los artefactos, lo espacioso de los baños y su cantidad en cada apartamento y casa. Esa caja llena de imágenes que era la televisión la sorprendía. La tía disfrutaba los paseos, comidas y las sobremesas de largas tertulias repletas de historias, cuentos y anécdotas.

Las maletas aprendieron con gran celeridad que su destino en Venezuela era el de crear el espacio más grande posible para llenarse de aquellos bienes que escaseaban, y aún escasean, en Cuba. De las maletas se descargaban los atuendos personales y los obsequios destinados a su familia en Venezuela: manteles calados y bordados, pañuelos y sábanas. El espacio que se creaba permitía pertrecharse de productos destinados a satisfacer las necesidades básicas de los familares, cuya ausencia es una de las secuelas propias del totalitarismo. Era la época en la que no se habían extremado las restricciones al número, tamaño y peso de los bultos y todos iban repletos hasta más allá de sus límites.

La tía disfrutaba, como niña en juguetería, de los anaqueles repletos de una diversidad de productos y marcas para todos los gustos, como las que exhibe hoy día un supermercado europeo. La esposa de un teniente coronel amiga de la casa la acompañó en una ocasión a las tiendas del Ipsfa y todo lo veía con el desenfreno que produce la abundancia y la diversidad, cuando se mira desde la acostumbrada escasez.

Con la familia visitaba bodegas, el mercado Guaicaipuro y los supermercados para comprar lo más elemental, aunque para los ciudadanos cubanos resultase un lujo: cepillos y pasta dental, azúcar, leche en polvo en grandes cantidades, desodorantes, jabones, hojillas de afeitar, ropa interior, caraotas y chocolates. La maleta se llenaba de jeans, el símbolo de la escasez socialista y el bien más codiciado. Quienes fungieron como embajadores del Partido Comunista venezolano en los países de la órbita socialista europea, tienen muchas anécdotas que contar acerca de cómo explotaron el valor comercial de este preciado bien.

Las maletas parecían conscientes de que todo totalitarismo, en este caso el socialista, tiene entre sus atributos el de producir escasez, hambre y muerte. Lo habían demostrado hasta la saciedad la gran hambruna China y la que se instauró en los países que integraron la URSS. También entendían que en los países de libertades y democráticos podían llenar sus espacios de la mayor diversidad de productos, porque en libertad es posible conjurar el flagelo del hambre, como sostiene Amartya Sen. Las maletas, de algún modo, detectaban que habían arribado a Venezuela. Mientras la tía llenaba los espacios y distribuía la valiosa carga, su sobrina mayor preguntaba inquisidora, no sin cierta ingenuidad desafortunadamente premonitoria, ¿ese es el socialismo que ustedes quieren para Venezuela?

Para la familia en Cuba, las maletas de la tía eran lo más parecido al bolso mágico de Mary Poppins o a San Nicolás. La tía llevaba consigo una inmensa carga de afecto y productos de la dieta básica. En la isla pudo ver las “triliteras” o los cuartos multifamiliares y sentir en carne propia los efectos de la tarjeta de racionamiento y el hambre de su familia. Es la terrible realidad del socialismo. Una amiga, absolutamente convencida de las bondades del modelo que defendía sin fisuras, visitó en una oportunidad los países que integraban la URSS y ya en Alemania Oriental, con su bebé muy pequeña que lloraba de hambre, no tuvo otra opción que buscar los alimentos en la Alemania verdaderamente democrática. Fue el inicio de su dolorosa ruptura con esa ideología.

Lo que hacía la tía Victoria ayer es lo que hacen hoy los venezolanos y sus familiares en todo el mundo: llenar las maletas en los países democráticos para poder atender las necesidades de amigos y familiares producto de la dictadura socialista en Venezuela. A sus sobrinos y nietos la situación les parece increíble, el control cubano del régimen venezolano está produciendo los mismos resultados: oscuridad, racionamiento y persecución, a los que se añaden unos pocos rasgos propios que agravan la situación: inseguridad, que arrojó el año pasado la cifra de más de 26.000 homicidios, ciudadanos hurgando en la basura en busca de alimento y una dramática escasez de medicinas que ya comenzó a cobrar vidas.

Ahora las maletas de quienes viajan a Venezuela van repletas de récipes, medicinas y alimentos: para los familiares, para los amigos, para los amigos de los amigos. Son lo más parecido a las maletas que utilizan los visitadores médicos, repletas de muestras y cajas. La decisión de la mayoría de las líneas aéreas de disminuir el número de bultos por viajero, así como el número de kilos permitidos, obliga a estos a hacer un uso más eficiente del espacio, a establecer las prioridades y a planificar el proceso con suficiente antelación.

La administración del espacio comienza antes de salir de Venezuela. Escasamente se lleva lo imprescindible, se viaja con lo mínimo y un poco menos con el fin de asegurar que quepa lo que habrán de traer de regreso. Las maletas de los venezolanos son la mejor campaña en contra del totalitarismo, la mayor evidencia del absoluto fracaso del modelo. Lo saben los amigos de los países de acogida de los más de 2.800.000 venezolanos esparcidos en más de 90 países y en más de 400 ciudades en todo el mundo, que ayudan a llenar esas maletas de medicinas, alimentos, desodorantes, hojillas de afeitar y que pueden certificar que en ellas viajan la solución a los problemas, en algunos casos de vida o muerte, de ciudadanos venezolanos. Lo saben los farmacéuticos que se han convertido en aliados de la vida en esos países y ciudades y lo sabe el personal de seguridad de puertos y aeropuertos que abren las maletas de los venezolanos. También lo conocen quienes roban o quienes cobran para “dejar” pasar la esperanza empaquetada.

En ellas viajan las medicinas para uso personal y las de quienes padecen enfermedades crónicas, en cantidades suficientes para hacer frente a una escasez creciente secuela de la guerra que el gobierno ha declarado a las farmacéuticas, empresas a las que adeuda cerca de 5.000 millones de dólares. Esperan pacientemente en la habitación o el lobby del hotel por personas que no conocen y que a última hora llevan las medicinas que ha solicitado algún familiar. La cooperación y las redes que teje la democracia y las libertades se sostienen pese a la capacidad destructiva del ser humano que define al socialismo y que convierte la interacción humana en un “sálvese quien pueda”.

Además de las medicinas, los espacios de las maletas se llenan con arroz, azúcar, caraotas, papel higiénico, repuestos para vehículos o para equipos médicos e insumos odontológicos. Como la tía Victoria, muchos viajeros se maravillan cuando ven en tiendas y supermercados los anaqueles repletos de una gran diversidad de productos. Quienes nacieron en democracia comienzan a añorar y recordar que así era antes enVenezuela. Los familiares y amigos en todo el mundo han aprendido que en aquellos países en los que hay democracia y libertad se llenan las maletas para atender el hambre que provoca el socialismo. Los viajeros y sus maletas han aprendido que las dictaduras y totalitarismos, en particular los socialistas, crean el hambre que la democracia y las libertades conjuran.


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